He estado tratando de encontrar alguna explicación al fenómeno que los estudios de opinión pública están dejando al descubierto. Por un lado, una mayoría notable de venezolanos –sin distinción de filiación política- enjuicia negativamente al gobierno de Nicolás Maduro con niveles que se acercan al 70 por ciento de rechazo hacia su gestión. Esto, en sí, no es una gran novedad ya que estamos en presencia de uno de los gobiernos más nefastos en materia económica, con decisiones que tienen un impacto negativo directo en la vida de los venezolanos. Por primera vez, algo que nunca ocurrió con Hugo Chávez, incluso los que se autocalifican de chavistas le adjudican la responsabilidad del desastre al presidente Maduro. El gobierno puede haberse ganado algunas semanas de simpatía en la clase popular y la clase media, gracias al festín consumista que desató su llamada guerra económica. Ésta no es otra cosa que una acción electoral, cuyas consecuencias se vivirán en su real dimensión una vez que pasen las fiestas navideñas.
Entonces, el rechazo contundente a la gestión de Maduro no es una sorpresa y su respuesta mediática al acorralar al sector comercio, posiblemente le permita obtener un cupón temporal de aprobación. El asunto en que me ha dejado con interrogantes al ver los estudios de opinión, sin embargo, es otro. Pese al notable desplome de la aceptación del gobierno de Maduro, en líneas generales no está ocurriendo una gran ruptura política de los sectores populares con el chavismo. El reciente estudio del IVAD, que nuestro colega y amigo Eugenio Martínez desmenuzó el miércoles 20 de noviembre en las páginas de El Universal, refleja eso que a simple vista podría parecer una contradicción. El número de venezolanos que se autocalifican de chavistas ha tenido merma, pero esto viene ocurriendo en cámara lenta. Apelando a una muy usada metáfora, podríamos decir que el gobierno chavista de Maduro viene bajando, en términos de aceptación popular, rápidamente por el ascensor, mientras que la identificación partidista baja pero lo hace por las escaleras.
Lo que revela este estudio, así como otros tantos de las últimas semanas, me permite volver sobre un asunto que produce una cierta indignación entre los venezolanos más radicales de la oposición, cada vez que lo escribo. Pese a la magnitud de la crisis económica, que es innegable a estas alturas, no está ocurriendo un desplome del chavismo. Esto me lleva al asunto que intento esbozar con el título de este artículo. Hablamos de chavismo, y debemos catalogarlo así ya que una vez muerto Chávez se intensificó esta categoría política, en desmedro de “psuvista”, pese a que el grueso de quienes militan en ese lado de la acera política lo hagan dentro del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV).
Desde mi punto de vista, la crisis que envuelve al gobierno de Maduro refleja claramente la inviabilidad del proyecto político del chavismo. No es sostenible en el tiempo, por más dólares que ingresen al país, un modelo con tantos controles sobre la economía y sobre la vida política nacional. La permanencia del chavismo en el poder está implicando, de facto, la destrucción económica del país y la aniquilación de la política, si asociamos a ésta con pluralidad y democracia. El madurismo está representando el cierre de un ciclo político en Venezuela. Al igual que el modelo de conciliación de élites de 1958, evidencia su fracaso en el manejo rentista de la economía nacional y le hereda al país una nueva clase económica que se ha enriquecido gracias a sus negocios y corruptelas con el Estado. El chavismo, en tanto proyecto político que maneja al Estado, está siendo destruido por Maduro junto a la economía nacional.
No implica esto en el corto plazo que el chavismo, en tanto identidad política, vaya a correr la misma suerte. Y será precisamente la presencia político-electoral del chavismo un enorme desafío para la alternativa democrática, tanto en el aquí y ahora, como en el mediano plazo. Bajo este prisma, de los cambios que están produciendo, resulta ineludible votar el venidero 8-D.
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