Siempre he afirmado que el Estado venezolano se transformó en una aberrante agencia de transacciones fraudulentas. Una inmensa y descomunal agencia de gestores donde todos, absolutamente todos, por acción, omisión o sumisión, tenemos nuestra cuota parte de responsabilidad.
A muchos les molesta las generalizaciones. Pero iré más hondo. La clase media venezolana es absolutamente responsable de este desastre en donde hemos caído. El ejemplo más revelador son las miles de imágenes que muestran a los cientos de venezolanos, la mayoría profesionales, técnicos y trabajadores de instituciones públicas y privadas, cargando con el botín del saqueo a bienes privados.
No entraré al maniqueo discurso opositor/oficialista ni a las quebradizas y oportunistas posturas moralistas para comentar la mayor debilidad de nuestra sociedad. Esta se encuentra en la fragilidad para comprender su realidad a partir de un lenguaje que paulatinamente le ha sido sustituido por otro más directo y de escaso análisis. En él no caben ni los principios ni los valores de la tradición cultural venezolana de siempre.
Un individuo acostumbrado a un discurso autoritario, arbitrario y de realidades violentas va a reaccionar siempre a partir de ese modelo. Por lo tanto, estos actos de saqueos son una realidad que es parte de la Venezuela de hace tiempo. Una sociedad que se desangra ante la mirada indiferente de una dirigencia política, militar, académica, económica y religiosa que poco le importa que mueran semanalmente entre 450 a 500 personas.
Pero a esta muerte física hay que agregar una más atroz, la muerte de la consciencia, de los valores y principios que nos llevan a identificarnos con eso llamado pueblo, nación, Estado y república.
Los referentes culturales que nos identifican con nuestra tradición, o han desaparecido o han sido sustituidos por unas huellas que no permiten anclajes, ni mucho menos sentimiento de pertenencia.
La evasión como escudo, como protección para no perecer de inanición espiritual, lleva a muchos venezolanos a construir fantasías y discursos signados por la banalidad, por la trivialidad para soportar la aterradora verdad de la cotidianidad. Esa donde nos encontramos todos: la del mercado, el abasto, la clínica, el hospital, la cárcel, la escuela, la oficina.
En esos y otros sitios la marca, la impronta que se muestra es la de un país desolado, propenso a la zancadilla del semejante, perversamente alienado en la ideología dominante e hipócritamente situado en una defensa de los derechos humanos.
Nadie, ninguna persona te dará su mano cuando te accidentes a la mitad del camino. Nadie te auxiliará si te atracan a medianoche y quedas herido. La Venezuela del siglo XXI es un espacio desolado, frío y donde quedaron sepultadas las sonrisas de otros tiempos.
La crueldad es una realidad que vemos a diario en los noticieros. No creo a estas alturas de las tensiones sociales, que podamos establecer “mesas de diálogo” ni encuentros entre bandos partidistas.
Gradualmente se han ido posponiendo las posibles soluciones ante el avance de la mentalidad marginal que es el fantasma que arropa el hacer de este régimen que se apoderó de la administración del Estado y la república.
Sin embargo, entre las cientos de imágenes y videos que se muestran por las redes sociales, aprecio la reacción y valentía de esos anónimos venezolanos, que como tú y como yo, nos negamos a caer en la tentación del saqueo, la zancadilla y la marginalidad mental. Esos compatriotas se atrevieron a romperle a los saqueadores los electrodomésticos que robaban.
Esos son indicios, muestras de una ciudadanía que se está solidarizando frente al acoso, bien del Estado a través del régimen fascista, bien frente a los partidos políticos complacientes y guabinosos, o frente a los especuladores y empresarios que apenas ayer regentaban pulperías y ahora son empresarios de maletín.
Es una lucha de la sociedad toda, de los ciudadanos honestos frente a estas bandas organizadas que nos quieren tener sumisos y obedientes.
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