El viejo concepto de beneficencia sigue más vivo que nunca. Quizás por la desbordante oleada de sufrimientos actuales que podrían evitarse. Es el fruto de una dura realidad emanada de sociedades excluyentes, donde las empresas y los mercados se rigen por aquello que únicamente genera riqueza para los que más tienen, o sea para los poderosos, sin importarles para nada los criterios de solidaridad o de utilidad social, activando de este modo las mayores desigualdades y desconciertos del mundo. Está visto que los derechos de los marginados y de los desfavorecidos, apenas cuentan nada, y me da la sensación que sólo permanece en el papel, junto a los buenos deseos y a una conmemoración, la del 5 de septiembre, que suele pasar desapercibida. El objetivo de sensibilizar y movilizar conciencias, organizaciones y personas, dispuestas para ayudar a los demás a través de actividades de voluntariado y filantrópicas, debiera formar parte de los planes educativos y enraizarse mucho más en todas las culturas. Es cuestión de caridad, es decir: de amor; o sea, un deber: el de amar.
Desde luego, esta festividad, ratificada por Naciones Unidas como día internacional de la beneficencia, a pesar de haber tomado como referente a la Madre Teresa de Calcuta, incansable luchadora de los débiles, para desgracia de todos no suele estar presente en nuestro diario de vida. De lo contrario, seriamos más comprensivos y solidarios con personas que todavía carecen de servicios tan necesarios como los de salud, vivienda o educación. Sería bueno, por consiguiente, que en los debates de la cumbre del G-20, a celebrar en San Petersburgo del 5 hasta 6 septiembre, hubiese algo más que un propósito común de apoyar la recuperación global del planeta, tomando como una de las prioridades la ayuda pública a los más necesitados, no sólo para proporcionarles sustento, también desarrollo. Yo creo que la mejor manera de socorrer a los pobres no es darle la limosna, que también, pero sobre todo hacer que puedan vivir sin recibirla. Algo que no se asegura sólo con el progreso de los pudientes y con meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza de una cultura más asociada a los necesitados. Es cierto que la sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más próximos en acciones conjuntas. Así, pues, no solo se trata de salir del atraso económico, a mi manera de ver hay un deber de socorro que ha de enraizase en el ser humano como cultura (o cultivo).
Pensemos en la intrépida Teresa de Calcuta, en su dedicación de amor al prójimo, sin condiciones ni condicionantes. Fue realmente madre de nuestras miserias. Su espíritu benefactor movía montañas. Enseñó al mundo a buscar la felicidad, no en los capitales financieros, sino en la generosa entrega a los demás. Esta fue su lección humanitaria, la de preocuparse y ocupase de las personas marginadas, la de ser su consuelo en definitiva. Sin duda, esta es la beneficencia que el mundo precisa, la del hermanamiento de un orbe diverso. O sea la caridad, lo vuelvo a acentuar. ¿Acaso puedo sentirme bien, si un semejante a mí, se encuentra encadenado en la pobreza? Podría ser yo mismo. El día que, en verdad, los seres humanos guarden entre sí una conducta fraternal las relaciones serán mucho más auténticas y compasivas.
Preocupado por la persistencia de la marginalidad en todas las naciones, pienso que las obras de beneficencia son algo tan preciso como necesario, en la medida que alivian los trágicos momentos vividos por las personas. Ningún país debe dejar sin auxilio al necesitado y sin amparo al desvalido. Ahora bien, el derecho al desarrollo (insisto que es un derecho) tampoco se realiza desde una única perspectiva benefactora (o entrega de migajas), sino con una buena gobernanza, lo que exige un sólido marco de rendición de cuentas al respecto que respete la justicia social y los derechos humanos. Al pobre no se le puede poner fuera de la norma, como si la ley no existiese para él. Dicho lo anterior, la indiferencia por los males de nuestros semejantes nos lleva a un mundo inhumano y cruel. La sociedad, por tanto, tiene la obligación moral de socorrer siempre. La miserable acción de dejar sin apoyo un ser humano, en todo caso me parece una horrible locura.