De todas las maravillas que tiene Venezuela en materia de paisaje y gente, una que causa admiración es Barinas, hecha a fuego lento. Agitada por el viento “el barinés” que llega hasta Ciudad Bolívar y al cual le ha cantado la gran poetisa venezolana Luz Machado, podríamos decir que es la ciudad en el llano de la suave palma donde todos los bardos se inspiran en la nostalgia.
Barinas despierta admiración por los hombres y mujeres que le ha dado a lo largo de la historia de Venezuela a la república y que al nombrarlos en conjunto, se toma dimensión de lo que representan para un pueblo que se creía que todo era soledad y silencio. Ellos son entre otros, Manuel Palacios Fajardo, Mons. Ramón Ignacio Méndez, Henrique Avril, hasta los propios Agustín Codazzi y Lazo Martí que aunque no nativos visitaron mucho a Barinas y Alberto Arvelo Torrealba, Alberto Arvelo Larriva, José León Tapia, Ángel Insausti, José Esteban Ruíz Guevara, Virgilio Tosta, Eduardo Alí Rangel, Manuel Castor Hernández, Rafael Cartay, Rafael Simón Jiménez, Geherard Cartay, Leonardo Ruíz, José Ignacio Vielma, Catalina de Ruíz hasta llegar a Alberto Pérez Larrarte, hoy presidente de los cronistas de Venezuela.
Los barineses de hoy ya no son solo caballo y campo, ya no despiertan con el cuerpo empapado de sudor. Nunca como hoy, habían sentido la sensación de dejar atrás todo lo que significó en épocas pasadas la malaria, el paludismo, las plagas de langostas, los incendios y la guerra federal.
Ahora hay profesionales preparados y curtidos, dueños de todo lo que significa su ciudad capital. Fingen satisfacción porque el penúltimo presidente haya nacido es su pueblo, en un tiempo que vociferando desarrollo no es más que un espejismo y una patria desabastecida.Están convencidos que hay necesidad de reconquistar el federalismo, para acelerar el progreso propio.
Ciertamente que Barinas ya no es una ciudad de casas de bahareque, cinc y palma, como la describiera una vez José Esteban Ruiz Guevara. Ya no es sólo aquella Barinas que describió el Barón de Humboldt en su obra “Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente”, donde se cultivaba cacao, añil, algodón y arroz. Ni tampoco como decía José León Tapia: “Calles de sol y lluvia, aceras de ladrillos verdosos por el musgo de la humedad, portones entreabiertos, zaguanes de piedra azul, penumbra de frescos al no más entrar. Gente de sonrisa fácil y amable conversación, ancianos de miradas tristes, los historias viejas que no terminan jamás. La escuela con su murmullo de voces, colmena de alegría al correr los muchachos por las calles empedradas”.
De su unión desde el año 1607, con el Puerto de Maracaibo por donde salían productos barineses como el tabaco longaniza hacia los mercados caribeños, le ha quedo otro vínculo: el petróleo. También Barinas es tierra de petróleo.
Los atractivos turísticos se han multiplicado. Dice Alí Rodríguez que el Puerto de Nutrias tiene calles azules que parecen guitarras con bordados de agua dulce. Barinitas es tierra de flores y en ella se cosechan los mejores aguacates del país, sede además del mejor Seminario de Venezuela, donde se forman los sacerdotes católicos. Y aunque ya no existe más el Hotel Llano Alto que llegó a ser uno de los mejores de Venezuela, hay excelentes hoteles e institutos de educación superior. La plaza Bolívar de Barinas y su entorno es un espacio de colección.
Habría que repetir también con el mismo José León Tapia si uno quisiera condensar en las contadas líneas de un artículo de prensa todo lo que es Barinas: “Después de escribir tanto sobre este pueblo, se me fueron quedando rezagados aconteceres que de repente van apareciendo alucinantes en retazos del olvido. Al juntarlos forman un lienzo de viejos recuerdos con la imagen de lo que fuimos en una época de nuestra existencia”.
Barinas es en fin, una ciudad de nostalgias sí, pero de urgencias. Es una referencia en el llano y no quiere ser tartamuda en su porvenir.