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Por estos días conviene voltear la mirada a lo que ocurre en Zimbabue, teniendo muy presente el contexto actual de Venezuela. Se trata de mirarnos, como sociedad, en el espejo de este país africano que hoy figura entre las naciones más pobres de África, como resultado de tres décadas continuas en el poder de Robert Mugabe.
Zimbabue ha vivido, especialmente en los últimos 20 años, un proceso paulatino de empobrecimiento, desindustrialización y altísima inflación, junto al enquistamiento de Mugabe y su entorno en el poder. Pasó de ser uno de los países africanos con mayores ingresos por habitante a ser hoy un país cuyos habitantes básicamente viven de las dádivas del Estado y de la ayuda humanitaria internacional.
El paulatino deterioro económico experimentado en Zimbabue, y es un asunto que no debemos perder de vista, no ha producido de forma automática la salida del dictador y su partido del poder; al contrario la destrucción de la economía zimbabuense ha implicado que se atornillen más en el poder combinando un discurso nacionalista, dosis de represión selectiva y el control estatal de la economía aún en su situación de precariedad. Mugabe, otrora símbolo carismático de la independencia africana en la década de los ’80 del siglo pasado, simboliza hoy la triste figura de quien es capaz de destruir a una nación –destruirla literalmente- en su afán de permanecer en el poder. El empobrecimiento de una población no produce de forma automática cambios democráticos.
Zimbabue, por otro lado, pone sobre el tapete el limitado papel de la comunidad internacional en situaciones de deterioro democrático paulatino, como ha sido este caso. Más allá de las denuncias que cobraron fuerza en la década pasada, cuando notoriamente se comprobó la existencia de fraude electoral, o de las expresiones de condena por parte de Estados Unidos y algunas naciones europeas, en la práctica esto por sí solo no detuvo el proceso de entronización de Mugabe y su camarilla. En el mundo globalizado en el que vivimos es importante, diría que indispensable, la denuncia en el plano internacional, pero no puede pensarse en que la comunidad internacional vendrá a enmendar los entuertos. Por otro lado, las medidas de aislamiento que suelen ser la respuesta internacional hacia los regímenes autocráticos tienen poca eficacia cuando tales regímenes controlan la generación de riqueza dentro del país.
La noticia de los últimos días que envuelve a Zimbabue es nuevamente las denuncias de fraude que envuelven a las elecciones. Debe recordarse que cinco años atrás, en 2008, tuvieron mucho eco internacional las denuncias del líder de la oposición Morgan Tsvangirai. Un asunto medular de la crisis zimbabuense tiene que ver con el papel que debe cumplir la alternativa democrática que se contrapone al poder autocrático. La crisis de legitimidad de 2008 de Mugabe se resolvió, y eso fue una fórmula planteada por la comunidad internacional, con la inclusión del opositor Tsvangirai y su partido en el gobierno. Hasta hace escasos días, cuando anunció su salida definitiva del gobierno, para denunciar el fraude de este 2013, Tsvangirai era primer ministro. Hoy puede verse que tal cargo fue meramente simbólico, que no hubo una política real de compartir el poder, y que Mugabe mantuvo el control sobre el sistema de justicia y las fuerzas armadas como una forma de garantizar su perpetuación al frente del Estado. La cooptación de la oposición ha sido una estrategia eficaz por parte de Mugabe, en la medida en que ganó legitimidad y ha podido cumplir su mandato iniciado en 2008 bajo serias denuncias de fraude, mientras que llueven hoy los cuestionamientos sobre Tsvangirai y éste sin duda tiene menos fuerza moral en las nuevas denuncias de fraude, cinco años después.
Debe mirarse esta crisis de Zimbabue con un pie en Venezuela. No se trata de pensar de creer que todo lo que allá ha ocurrido se repite de forma idéntica en nuestro país, pero sí conviene reflexionar sobre la lógica autocrática y las formas de enfrentarle.
El espejo de Zimbabue
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