Reflexiones sobre el mal (4)

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Libertad y culpa
El hombre, por su alma espiritual, por su inteligencia y por su querer, es testigo principalísimo del mal: porque lo conoce y lo sufre como tal. Y así el mal de la naturaleza es principalmente un mal por referencia al ser humano.
El hombre es, también, protagonista de un mal específicamente humano. Este mal es el pecado, la máxima manifestación del mal: la rebelión consciente de una criatura contra su Creador y el rechazo de su Amor. Hay una definición clásica del pecado, del mal de culpa: aversio a Deo et conversio ad creaturas, apartarse de Dios y abocarse hacia las cosas de este mundo. La realidad del pecado está oculta de algún modo para los que niegan a Dios, y se revela a través de la fe en Dios.
También aquí –más misteriosamente- vale el axioma citado de San Agustín y de Santo Tomás: Dios no permitiría la existencia de ningún mal en sus obras si no fuese muy poderoso y bueno para sacar el bien hasta del mismo mal. Dios permite el pecado, y a la vez lo desaprueba totalmente. Es un gran misterio esta permisión divina de la culpa moral. Hasta qué punto el pecado ofende y desagrada a Dios puede deducirse de los terribles padecimientos de la Pasión de Jesucristo, que sufría y moría por nuestros pecados. Es como si Dios tuviese miedo (por nosotros) del mal que podemos hacerle (hacernos).
Es un bien de gran categoría el don divino de la libertad. Mediante ella podemos amar y servir a Dios con espontaneidad genuina, con un auténtico querer. El amor a Dios, que brota del libre querer de la criatura, es la cúspide más alta de toda la creación. Y por ello su desviación constituye el más profundo abismo del mal: Corruptio optimi pessima, la corrupción de lo mejor es lo peor. En la culpa moral se asienta propiamente aquel mysterium iniquitatis del que hablaba San Pablo. Pero tan alto es el bien de la libertad, que Dios permite que ocurran los pecados que derivan de su corrupción: “Esta naturaleza que puede pecar y no pecar es buena” (Santo Tomás. In II Sent., dist. 23, q. 1, a. 2).
¿De dónde procede el mal de la culpa, el pecado? Estamos frente al misterio de la interacción de la gracia de Dios y la libertad humana. El quiere que todos los hombres se salven: si en efecto se salvan para Dios es la gloria (El toma con su gracia la iniciativa primera de nuestra salvación). Si no se salvan, de ellos es la culpa (libremente ha puesto obstáculos a la gracia salvadora): como quien no alcanza a ver porque cierra sus ojos a la claridad del sol.
De ningún modo Dios podría ser causa directa del pecado, ya que éste se dirige contra su infinita Bondad. En contra de lo que llegó a afirmar Calvino: que los pecados no sólo se cometen por la permisión divina, sino también por su poder. La Sagrada Escritura afirma en algunos pasajes que Dios ciega a los pecadores. Se trata de un modo figurado de hablar: Dios deja de infundir su gracia, por el obstáculo que el hombre libremente interpone. Dios quiere que todos los hombres se salven y sólo el pecador es culpable de su pecado.
En la acción pecaminosa lo que hay de positivo, de ser, procede de Dios. La desviación, en cambio, se debe al hombre pecador. Santo Tomás pone el ejemplo de la cojera: el caminar procede de la potencia locomotriz, pero el cojear de la deformación de la pierna.
Tampoco Dios es causa, ni aun indirecta del pecado: solamente lo permite. Dentro de su providencia ordinaria Dios hace mucho más de lo que sería necesario hacer, hasta llegar a la locura de la Encarnación y la Redención, movido por su misericordia hacia los hombres.: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Romanos 5, 20). La misericordia y el poder de Dios harán que sea grande la muchedumbre de los elegidos (cfr. Apocalipsis 7, 9-10).
El hombre es la verdadera causa de sus propios pecados. Las sugestiones del ambiente, de las pasiones desordenadas, del diablo, no son capaces de forzar nuestra libertad. En el bien y en el mal la persona humana es dueña de su decisión. Todo pecado es voluntario: nadie peca no queriendo pecar. Es el hombre quien toma la inciativa del mal: “La causa primera de la deficiencia de la gracia procede de nosotros” (Santo Tomás. Suma Teológica I-II, q. 112, a. 3 ad 2).

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