La profesión médica es una de las actividades de la vida que más exige tiempo y dedicación.
Los sagrados momentos de esparcimiento deben ser vividos con alegría, pasión y veneración. Asistimos a una nueva ciencia en que la «naturaleza humana» no cuenta frente al calculador análisis de los hechos. Pero nuestro mundo, el mundo que nos tocó vivir está lleno de enfermos que necesitan afecto. Seguimos siendo en el complicado mecanismo de la tecnocracia: expedientes, fichas, números estadísticos, impersonales testigos de una ciencia que se está deshumanizando.
En más de 38 años como profesional médico debo asistir regularmente a eventos científicos, lo que me lleva a conocer diferentes personalidades del ámbito cultural y científico. Estaba en Cartagena en un evento latinoamericano, era la noche de clausura, mis amigos compañeros platicaban con médicos de otros países, yo entablé conversación, en la oscuridad, con una señora argentina, sentada frente a mí. Me llamó la atención la extraña inmovilidad de su cabeza, como si estuviera meditando, hasta que reparé en el bastón que tenía a su lado. La mujer era ciega, pero eso no le impedía viajar sola, a sus 70 años dominaba el arte de viajar a ciegas, y usaba sus cuatro sentidos para representar imágenes mentales. Se volvió para darme la cara, y lentamente extendió una mano que, con suavidad, exploró los contornos de mi rostro. Detrás de mí alguien encendió una luz, y pude ver su abundante cabello plateado y su cara apacible y delicada. Tenía los ojos húmedos y profundos. -Por favor, ¿podría sentarse junto a mí en la cena? -me preguntó-. Me encantaría que me describiera un poco lo que ve. -Con gusto -respondí. Luego la tomé del brazo, para conducirla, pero ella caminaba con gran seguridad, llevaba los hombros rectos y la cabeza erguida, con gran dignidad. Mientras esperábamos que nos trajeran la comida, la señora ciega me dijo: esa música tiene un encanto especial, ¿me podría describir a los músicos? No había reparado yo en los cinco hombres que, a un lado del escenario, tocaban mientras daba comienzo el espectáculo. -Están sentados con las piernas cruzadas; van vestidos con amplias camisas blancas de algodón y pantalones negros abombados con fajas de color rojo vivo. Uno toca un tambor pequeño; otro pulsa un instrumento de cuerda, de madera, y los otros tres tienen instrumentos más pequeños, parecidos a un violonchelo, que tocan con un arco. Sonrió. ¿Y estos instrumentos pequeños están hechos de…? Miré otra vez. -Madera… pero la caja acústica esférica está hecha de corteza entera de coco -dije, tratando de disimular la sorpresa de este hallazgo. Mientras se oscurecía el recinto, la señora ciega preguntó: -¿Cómo son los otros turistas?. Cuando me acerque para hablarle al oído, ella inclinó su cabeza hacía mí, nadie me había escuchado jamás con tanta atención. -Muy cerca de nosotros hay una señora europea, una mujer de edad, cuyo perfil está parcialmente iluminado por la luz del escenario -dije-. Junto a ella un niño moreno, con el pelo desordenado, está inclinado hacia adelante, con lo que se crea un segundo perfil iluminado. Es el vivo retrato de la juventud y la vejez, de Europa y América. -Sí, los percibo -dijo mi amiga, sonriendo. Se abrió el telón de fondo y aparecieron seis muchachas. Describí sus faldas de seda y sus blusas blancas que reflejaban la luz fosforescente y sus tocados dorados como pequeñas coronas, con puntas flexibles, que se movían al ritmo de la danza. En las puntas de los dedos llevan uñas doradas de unos diez centímetros -le dije-. Las uñas acentúan cada movimiento elegante de sus manos, es un efecto encantador. Sonrió y asintió con la cabeza -¡Qué maravilla! ¡Cuánto me gustaría poder tocar una de esas uñas! Cuando terminó el espectáculo, me excusé y fui a hablar con el encargado del teatro. Al regresar dije a mi acompañante: -Tiene usted una invitación para ir tras el escenario. Minutos después, mi amiga ciega estaba con una de las bailarinas, cuya cabecita coronada apenas le llegaba al pecho. La chica extendió tímidamente las manos; las uñas metálicas brillaban bajo la luz del techo. Las manos de la señora se extendían lentamente y tomaron las de ella, como si quisieran acunar dos pajarillos exóticos. Mientras tocaba el filo liso y curvo de las uñas metálicas, la joven se quedó inmóvil, mirándola con una expresión de asombro reverente. Mientras yo las observaba, oía las palabras dulces y amorosas de la señora, como madre e hija, se me hizo un nudo en la garganta. Al transcurrir la noche, cuanto más observaba yo, cuanto más se me recompensaba, con emocionados gestos de la cabeza, más cosas descubría: los colores, motivos y diseños de los trajes tradicionales; la textura de la piel bajo las luces tenues; el movimiento del largo y negro cabello indígena de las elegantes cabezas que se inclinaban hacia la música; las expresiones acompasadas de los músicos mientras tocaban, y la deslumbrante sonrisa del mesonero en la penumbra.
De regreso en la recepción del hotel, mientras mis compañeros médicos disfrutaban de la compañía de colegas extranjeros, la señora ciega extendió su mano delicada y tomó la mía con calidez. No la retiró por unos instantes, y luego me recorrió el brazo. -De qué manera, tan hermosa, vio usted todo por mí -susurró- nunca acabaré de agradecérselo. Después comprendí que era yo quién debía haberle dado las gracias. Yo había sido ciego, ella me ayudó a recorrer ese velo que empaña nuestros ojos en este mundo caótico, al mirar las cosas en las que no había reparado antes.
Al otro día en el aeropuerto, el gerente de la compañía farmacéutica me detuvo para decirme que los médicos extranjeros estaban encantados y habían disfrutado mucho de la compañía de los médicos venezolanos. -¡Bien hecho! -Sabía que tú podías lograr esa magia…Lo que no le dije fue que otra persona… había obrado esa magia para mí.