Este Gobierno aparece siempre dispuesto a romper sus propias marcas de cinismo.
Cuando los venezolanos creen que lo han visto todo, surge una nueva desfachatez oficial, más hipócrita y miserable que todas las anteriores.
Está ocurriendo, ahora, con el tema de la corrupción.
No se trata, es verdad, de un fenómeno nuevo. Corrupción ha habido en todos los gobiernos, incluso bajo la égida de Presidentes modestos en su forma de vivir, y probos a la hora de disponer el gasto de los dineros públicos.
Hubo, pues, corrupción a lo largo de todos los gobiernos democráticos, así como también floreció bajo la dictadura. Pero es preciso no perder de vista que también el país presenció cómo un Presidente en ejercicio era acusado por un fiscal y se lo enjuiciaba por actos considerados irregulares, hasta sacarlo de Miraflores y hacerlo pagar casa por cárcel.
De manera que la diferencia ha radicado en los controles. En los grados de castigo o de impunidad que han privado en cada ejercicio. En el temor de los partidos políticos a ser castigados electoralmente. En la escrupulosidad de una prensa con mayor o menor margen para la investigación y la crítica. En la escala de conciencia de la opinión pública, respecto a su poder de decisión para quitar o poner gobiernos, por una vía electoral expedita, libre de las sombras del fraude y la coacción.
Ocurre que esta revolución, que “llegó para quedarse”, lleva ya 15 años al frente de los destinos de la patria. El aserto del Libertador Simón Bolívar, en el sentido de que “nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder”, se ha cumplido al pie de la letra. ¿Acaso no es el ”hijo”, o el “sucesor del gigante”, quien gobierna?
El resultado es que, además de figurar entre los países más violentos del mundo, según la ONG alemana Transparencia Internacional, Venezuela es percibida, junto a Paraguay, Honduras, Nicaragua y Ecuador, como uno de los más corruptos de América Latina. En cambio, Chile y Uruguay se mantienen como líderes en transparencia.
La República de Venezuela ni contralor tiene. Comenzando por ahí. Después de la muerte, en Cuba, del último titular de ese despacho, utilizado, como el TSJ, el Ministerio Público, la Asamblea Nacional y el CNE, para perseguir opositores y salvaguardar a los oficialistas, nada perturba la paz de ese organismo, pintado, definitivamente, en la pared de una infamia: la libertina dilapidación, y saqueo, a manos llenas, de una bonanza petrolera que no impidió los actuales niveles de endeudamiento, ciertamente criminales.
Ningún escándalo de corrupción ha llevado a nada concreto. Ahí están los casos de Pudreval y sus 65 contenedores de alimentos podridos. El maletín de Antonini Wilson, repleto de dólares. El negociado de la triangulación con las importaciones. El desangramiento de las empresas básicas, Sidor, Alcasa, Ferrominera, a tal punto que el ministro de Planificación Jorge Giordani, las calificó de “inviables”. El oscuro manejo del Sistema de Transacciones con Títulos en Moneda Extranjera (Sitme) y el “extravío” de 23 mil millones de dólares, que también confesara cándidamente el mismo Giordani. Y, por poner una guinda en esa lista, que es mucho más larga, y fétida, las graves y turbadoras confesiones ante un supuesto jefe del G2 cubano, en Fuerte Tiuna, proferidas por aquel ex conductor de La Hojilla, en una grabación declarada auténtica.
Y tiene el descaro el Presidente de encabezar una marcha “contra la corrupción”. ¿A quién le pide que actúe, el Presidente? El mismo hecho de que quien gobierna diga que “la batalla contra la corrupción es contra el capitalismo y los antivalores de la derecha”, retrata cómo evade su responsabilidad.
La corrupción no tiene ideología. Decir que es un asunto de “la derecha”, pone a buen resguardo a todo camarada. No combatir la corrupción, sea cual sea su signo, es una forma de ser corruptos. No destrabar los mecanismos que sellan la impunidad, es una forma de ampararla.
Mire a su entorno, Presidente. No tiene que alargar mucho la vista. Diga, de una vez, ¿qué pasa con los corruptos rojos?