La Guerra a Muerte

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Hoy sabemos que la Historia es un criptograma con plurales lecturas. Y que toda comprensión es limitada, parcial y subjetiva. Y que básicamente el olvido es más poderoso que el recuerdo. La memoria histórica es por naturaleza endeble y cuando se trata de recordar desde el Estado, es decir, desde el Poder, la historia deviene básicamente en mito y propaganda, por no decir, falsificación.
Basta presentar en los textos escolares los capítulos de nuestra Guerra de Independencia para avizorar el bostezo estudiantil junto al tedio recurrente. Ni siquiera se salva El Libertador, figura sobre humana cuyos actos y propósitos, en su mayoría, han sido tergiversados.
Todo esto viene a propósito por la conmemoración de los doscientos años del Decreto de la Guerra a Muerte establecido el 15 de junio de 1813 en la ciudad de Trujillo y bajo la rúbrica de Simón Bolívar. El texto como tal no es otra cosa que un enardecido llamado al furor, a extremar la violencia terrorista sobre el adversario monárquico. Pasquines y proclamas con un mismo talante se hicieron por doquier, sólo que el “Decreto de Guerra a Muerte” sanciona con sangre y brutalidad una especie de travesía en el desierto sin posibilidad de retorno.
Ante un conflicto ambiguo, ya que España como tal carecía de ejércitos formales que la representasen institucionalmente hablando, a partir de 1811, la guerra en Venezuela y la Nueva Granada se trató de una matanza civil sin una regulación mínima que estableciese el intercambio de prisioneros o las convenciones marciales que ya se estipulaban en las guerras europeas.
La interpretación oficial quiere hacernos ver que el Decreto de Guerra a Muerte representa la determinación de un político u soldado por vencer en una guerra oscura, y a la vez, el intento desesperado por delimitar las distintas lealtades. Si bien esto no carece de veracidad, se soslaya lo esencial. El Decreto de Guerra a Muerte delinea una épica del cuchillo cuya tragedia en términos de masacres y asesinatos dejó exhausta a Venezuela: 200.000 decesos en un lapso de veinte largos años alrededor de un universo demográfico de 800.000 almas. Una guerra de exterminio como pocas veces se ha visto en la Historia Militar; una guerra enconada que sólo se resolvió con la desaparición física de uno de los bandos, como en realidad ocurrió. Y en esto no hay ninguna gloria ni heroicidad, sólo representa: “senderos de gloria que conducen a la tumba” como dejó establecido el poeta inglés Thomas Gray (1716–1771).
Por otro lado, y esto sí creo que pudiera ser más novedoso, en lo que se refiere a diseñar nuevas hipótesis: El Decreto de la Guerra a Muerte, con toda la barbarie desatada, no es otra cosa que la reafirmación insegura de un comandante cuyos partidarios aún no terminan por reconocerle sus dotes para el mando y el ejercicio de la fiereza. Es el intento desesperado por marcar los linderos de una jefatura cuestionada, y la aspiración, nada indisimulada por cierto, a un caudillaje omnipotente y sin disidencias. Bolívar en 1813 es un jefe todavía anónimo, poco relevante y con mala estrella, pero que ya llevaba en sus entrañas el “demonio de la gloria” (Enrique Krauze) y quería hacerse notar a cualquier precio.

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