Medidas impopulares casi siempre toman los gobiernos. Pero sólo en ciertas ocasiones generan ira, muchas veces contenida, o estallidos sociales. Ocurre así cuando son percibidas como un trato injusto o desigual, un embudo. Suntuosidad en contraste con privaciones. Es lo que viene de ocurrir en Brasil. Un modelo que colocó algunos puntos de sutura a las desigualdades, pero se quedó allí y olvidó que tenía que continuar avanzando. La fórmula liberalismo económico + programas sociales no funciona, en la vida real.
Quienes protestan en Brasil no piden liberación de precios, sino más subsidios sociales. El programa de “La bolsa familiar” y la expansión del consumo son vistos como insuficientes. Y, paradójicamente, en el país de los presupuestos municipales participativos, las instituciones democráticas tradicionales no han sido capaces de garantizar la participación ciudadana en la toma de decisiones en el ámbito nacional o de las grandes ciudades. Prevalece la despolitización. Las decisiones están secuestradas por los partidos y la tecnocracia. Dilma Roussef luce más como una gerente que como un líder político.
Las demandas de la calle son de carácter socializante, a favor del Estado de bienestar, desde una perspectiva implícita opuesta al liberalismo económico. Se pide más intervención del Estado en la fijación de precios, comenzando por el transporte. Una mayor redistribución de la riqueza por la vía de la administración pública, en particular en las áreas de salud y educación. Nadie pide privatizaciones ni ponerle fin a las regulaciones del Estado, al contrario. Sin embargo, las demandas sociales pueden ser canalizadas de dos maneras: por un lado al Partido de los Trabajadores le pueden servir para para profundizar los rasgos populares del Gobierno brasileño; por otra parte, la derecha puede servirse para tomar el poder e imponer un modelo neoliberal abierto.
En lo político, el reclamo se dirige a la clase dirigente y a las limitaciones de la democracia representativa, Ni la existencia de un Congreso y del sufragio universal son suficientes para que la gente pueda ejercer control sobre las decisiones relacionadas con el gasto público y otros asuntos. El concepto de democracia participativa ha sido utilizado en Brasil sólo en espacios locales, pero no ha encontrado nuevas modalidades de aplicación concreta, de nivel nacional.
El modelo venezolano ha sido más audaz, ha ido más allá en lo económico y lo político, y por eso quizás pueda aguantar, por ejemplo, un aumento de la gasolina. Hay más debate político y, en alguna medida, mayores grados de organización popular. Pero son tan grandes las perversiones, las deficiencias y errores cometidos, que hay quienes han llegado a pensar que se debe parar la bicicleta: sólo administrar y corregir, sin nuevos impulsos. En realidad los nudos de ineficiencia son tan grandes, que no les falta algo de razón.
Para evitar le ocurra lo de Brasil, tendría que pensar Nicolás Maduro en cómo pedalear la bicicleta de los cambios al mismo tiempo que corrige las perversiones. Debe superar las desviaciones y la ineficiencia, pero no puede dejar de cumplir el compromiso programático adquirido. Para apuntar en ambas direcciones, sería útil, por ejemplo, que se organice una discusión abierta del presupuesto y sobre el destino de los fondos que se han creado. Que la gente decida en qué se gastan los recursos, para de esta manera lograr un consenso social y estimular el poder popular. Lo indica el espejo de la revuelta brasileña.
Lecciones de Brasil
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