Mi hijo acaba de cumplir trece años, y es ahora cuando creo que debo escribir un manual que pueda orientar a los padres de adolescentes.
En ese instructivo pienso hacer hincapié en que, al contrario de lo que dicen “los expertos”, no conviene que padres e hijos adolescentes intenten comunicarse entre sí, pues siempre se corre el riesgo de que una de las dos partes descubra lo que en verdad piense la otra.
Por ejemplo, mi hijo no ve nada malo en quedarse despierto hasta las tres de la mañana viendo en la TV películas en las que, lo mejor que puede ocurrirle al personaje, es que los extraterrestres lo maten, antes de comerse su cerebro. Mi hijo no encuentra relación alguna entre el hecho de quedarse despierto hasta esa hora, y el hecho de no tener ganas de ir al colegio al día siguiente.
-Alex -le digo en tono solemne, mientras se desayuna, como en cámara lenta, con los ojos completamente cerrados, de suerte, que en ocasiones se lleva accidentalmente la cuchara a la nariz-, quiero que te duermas más temprano. -Papá -me contesta, con ese tono de voz que uno usaría para tratar de explicar un concepto abstracto a una hormiga-, no entiendes. No tengo sueño. Estoy… ¡plaf! (ruido que hace mi hijo cuando, al quedarse dormido, cae de cara sobre el plato de cereal).
Desde luego los psiquiatras nos dirían que quedarse dormido sobre el desayuno es algo completamente normal entre los adolescentes que necesitan independizarse de sus padres y tomar sus propias decisiones acerca de cómo quieren vivir, lo cual me parece perfecto, con la salvedad de que si mi hijo tomara sus propias decisiones su vida diaria sería más o menos así: De la medianoche a las 3 de la mañana: Ver Televisión. De las 3 de la mañana a 3 de la tarde: Dormir. A las 3:15 de la tarde: Pedir una pizza para desayunar y poner música estridente y horrenda, grabada en vivo, en el infierno. De las 4 de la tarde a la medianoche: comer todo lo que encuentre a su paso, jugar playstation y hablar por teléfono, horas enteras, con sus amigos. Este programa de vida le dejaría poco tiempo para otras actividades, por ejemplo, el colegio, de modo que su madre y yo debemos guiarlo… «Si no abres la puerta en este mismo instante, la echaré abajo y me la cobraré de tu mesada». El resultado de esto es que la relación con nuestro hijo entraña cierto grado de conflicto, en el mismo sentido que el Mar Caribe entraña cierta cantidad de agua.
Soy conciente de que he estado presentando aquí mi versión de la relación entre los padres y los hijos adolescentes, pero prometo ofrecer el punto de vista de mi hijo, si alguna vez sale de su cuarto. Me recuerdo, en este momento, de los hombres que se van a los monasterios, y se enclaustran dos años aislados del mundo. Bueno, dos años no es nada, los padres más experimentados me aseguran que ese es el tiempo que suelen tardarse los adolescentes en salir del baño. En realidad, me dicen que todavía no he visto nada. Sí, los próximos años van a ser difíciles. Pero estoy seguro, de que, con amor, confianza y comprensión, mi familia podrá sortear todos los obstáculos.