Calles, matracas y culpas

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Todas las alcabalas de Venezuela son un Checkpoint Charlie con malos pensamientos. El país, de pronto, se llenó de cámaras de tortura ciudadana con leyes y costumbres propias. Faro roto, bombillo de frenos quemado, sin cinturón de seguridad: a la derecha, ciudadano.
Algo anda muy mal cuando la autoridad se confunde con la delincuencia. Duele tanto temer a los funcionarios no porque algo se les deba, sino porque se asemejan demasiado a lo que combaten. Pero seamos realistas: el rebuscamiento salarial los ha conducido, como a todos, al holismo. Son guardias y policías y verdugos de aduana y psiquiatras viales y fiscales de tránsito y oficinistas de moral y cívica. El poder está de su lado y quinientas lucas justifican un abuso.
Orden de las trampas: RCV>Certificado médico>Licencia>Título o traspaso>Trimestres>Cédula de identidad. Siempre hay un artículo que inventa un delito, especialmente los días viernes y feriados. No importa qué hagas: alguno debe hacerte culpable.
Digo que soy profesor (no funciona), digo que escribo y no tengo trabajo (no funciona). Opto por la infalible: soy músico. Ahí viene el dialogo común:
¿Y qué toca usted? Piano. Sabe que yo tengo una hija y quiero meterla en el Conservatorio. Tiene buen oído musical, la carajita. ¿Y cuántos años tiene? Entre 4 y 7 me dicen siempre y yo les digo que el cupo del Conservatorio está difícil pero después del le agradezco la colaboración les digo el vayan en junio que ya las inscripciones pasaron y luego el pero tranquilo que yo lo ayudo y al final el muchas gracias que no surte efecto: el país no se compone y sus niñas tampoco van a aprender música.
Ante el rápido fracaso pongo la cara del culpable obediente. Todavía no entiendo mi delito. Al parecer algo con la dirección hidráulica, varón, que es un peligro y el vehículo no está en óptimas condiciones. El funcionario busca en su chaleco un ejemplar arrugado de la Ley de Tránsito. Me recita uno o dos artículos sin creérselos y saca una hojita recortada que parece tener restos de café y salsa de maíz. Es una boleta de multa y con eso me sugiere que en su país los documentos legales son hojas multigrafiadas para jugar La Vieja.
Pongo ahora mi cara de ciudadano inviolable, mi cara de justo, de notevoyadartuscienbolos. Me insiste en que no hace falta llegar a esos niveles y yo le digo (pienso) que la ley es la enemistad de los que hacen cumplirla. Luchamos con la mirada, el oficial busca papel carbón, se apoya en la contraportada de su Ley y escribe mal mi nombre, como estaba previsto: Sacaria Safra. Vehículo averiado. Multa de 9 UT.
Detrás de mí están cayendo otros, tal vez con menos ingenio pero con más agallas. El funcionario me tira el papel y se voltea con la cara en alto y un negocio menos. Mientras avanzo voy maldiciendo a esos payasos justicieros, Tío Conejo con casco, viveza criolla con traje de campaña.
Yo voy mirando hacia el frente, huyendo de ese abismo donde la ciudad se hace más densa y las leyes se dilatan en un burdel de conos rojos.

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