A finales de los años `80 y ´90 del pasado siglo las instituciones de cooperación financiera internacional entienden, con meridiana claridad, que de poco sirve entregar dineros a los Estados para proyectos de desarrollo económico y socialdonde mal funcionan el Estado de Derecho y hay ausencia de seguridad jurídica. De modo que, a la realidad de la asistencia técnica y financiera del desarrollo, frustrada por la corrupción de los gobiernos, sigue la acelerada inversión internacional en los proyectos de reforma de la Justicia, siendo líderes al respecto el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo.
Llegado el siglo XXI y transcurrida su primera década, en un momento en que el antiguo e impermeable andamiaje de los Estados “soberanos” cede por exigencia de la mundialización de las solidaridades humanas –que nunca se destacan para atacar a la misma globalización en su vertiente mercaderil – se aprecian dos tendencias muy nocivas, interesadas en un regreso hacia los oscurantismos del siglo XIX. Y al no ser la estructura estatal y políticael factor hoy dominante, ante la madurez que alcanzan las sociedades, los espacios de aquella los asaltan hombres ávidos – no instituciones renovadas – con espíritu de autócratas, diestros en el tráfico de las ilusiones; quienes para actuar como tales y ocultar lo que son ante la Aldea Global, lo primero que hacen es desmontar los aparatos de control y sujetar a su voluntad los órganos de la Justicia.
En lo internacional, dado que las organizaciones multilaterales y sus autoridades son el reflejo vivo de los Estados quienes las integran, los autoritarismos emergentes igualmente procuran la desinstalación de los órganos independientes y de tutelaque se da la misma comunidad internacional para asegurar, por encima de las soberanías, los principios inmutables cuya violación criminal provoca las dos grandes guerras mundiales del siglo XX: el respeto universal a la dignidad de la persona humana y la garantía de sus derechos fundamentales, la proscripción de la guerra y la fuerza, y el deber de todos los Estados y sociedades de procurar una cultura de paz y la solución amistosa de sus controversias internacionales.
Se explica así, no de otra manera, la progresiva desinversión pública en el financiamiento de los órganos de protección de derechos humanos, como primer paso para neutralizarlos y paralizarlos funcionalmente; ello, antes de acometerse el paso segundo destinado a liquidarlos, a saber su vuelta y regreso a los odres o modelos de organización internacional – suerte de secretarías al servicio de los gobernantes – que preceden y hacen posible el Holocausto; hechoque algunos actores ideológicos extrañamente buscan minimizar en su significado contemporáneo para la conciencia de la Humanidad.
El caso de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos es emblemático. Desnuda de un presupuesto que la asegure en su eficacia – se lo niegan los Estados y también la OEA por obra de éstos -es incapaz de sustanciar las miles de denuncias que cursan ante ella y a la vez constatan la insurgencia de los ciudadanos y grupos organizados del siglo corriente, más informados y conocedores de sus derechos,quienes no acusan el fatalismo y espíritu de sumisión de quienes les preceden.
La Comisión,no obstante y al empeñarse en el cumplimiento de sus cometidos esenciales para la salvaguarda de la “civilización”,por hacerlo con plena autonomía, ocupándose de los casos más irritantes que implican desafíos palmarios a los estándares de la democracia y el Estado de Derecho e implican la existencia de políticas sistemáticas estatales de violación de derechos humanos, es amenazada con su cierre virtual.
El Secretario General de la OEA, preocupado por su ejercicio burocrático – y quien transa su designación – acepta antes que se le reduzcan sus deberes estatutarios en el campo de la seguridad colectiva de la democracia y muten en los de un maestro de urbanidad para los gobiernos;pero ahora acompaña la evidente conspiración de los mismos gobiernos contra el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Según él, todo se reduce – para él – a un problema de respeto a su autoridad como burócrata, interesado en someter al Secretario Ejecutivo de la Comisión. Para algunos de los gobernantes de la región el propósito va más allá, a saber y por una parte, tener un Secretario “a conveniencia” dentro de la CIDH y bajo el cuidado de José Miguel Insulza, quien se contenta como escribano y sin pretenderser el portavoz de los intereses comunes y superiores de las Américas.
La lectura cuidadosa del Informe del Consejo Permanente de la OEA sobre el asunto – reflejo de la visión oficial – permite descubrir, tras su lenguaje diplomático y el previo culto formal a las buenas intenciones, lo que es vertebral: que la Comisión se ocupe más de promover los derechos humanos que de investigar sus violaciones por los gobernantes; que en los casos que conoce otorgue a los Estados “igualdad de armas”, a saber, que mida con igual criterio el ruido de los cañones que el silencio de las víctimas; en fin, que se profane el criterio universal fundante de los derechos humanos para que la Comisión se diluya en la protección de “todos los derechos” para todos, es decir, para que dispense igual consideración a los derechos sociales frente a los derechos civiles y políticos, lo que es loable salvo por la perversidad que oculta la propuesta: perdonar o aliviarle las cargas a los dictadores que dan de comer a sus pueblos a costa de las libertades.
Luego de Asamblea General de la OEA,que ha realizarse en Cochabamba, Bolivia, del 3 al 5 de julio, sabremos si sigue vigente la primera regla de la Carta Democrática Interamericana: La democracia es un derecho de los pueblos que los gobiernos deben garantizar; o si acaso sus términos cabe invertirlos para lo sucesivo.
Por lo pronto, hemos de tener presente la sabia admonición que desde la Corte Interamericana de Derechos Humanoshace en voto razonado su ex presidente, el juez Sergio García Ramírez: “Para favorecer sus excesos, las tiranías “clásicas”… invocaron motivos de seguridad nacional… Otras formas de autoritarismo, más de esta hora,… atribuyen la inseguridad (personal, social o económica) a las garantías constitucionales y, en suma, al propio Estado de Derecho, a la democracia y a la libertad”.
(*) El autor fue Juez de la Corte Interamericana de DD.HH.