Posiblemente el peor de los legados del difunto ha sido dejar el país en manos de la pueril izquierda que hoy nos mantiene acontecidos. Tomando en cuenta el entorno servil, nepótico y arrastracueros que le rodeó en vida no se podía esperar mucho más.
Trasnochados derelictos de los años 1960, ven la realidad de manera simplista, como en caricaturas o «comics». Algunos se creen heroicos, protagonistas de trascendentales gestas.
Aferrados a una realidad distorsionada viven -como los jefes de la ciudad amurallada del Barón Munchhausen- asediada por enemigos imaginarios. Afuera apenas se ríen de ellos.
Dos rasgos fundamentales caracterizan a esta izquierda histriónica: Su infantilismo y su profunda cursilería.
Sus poses épicas -reflejadas en grandilocuentes discursos y manifestaciones «culturales»- pasan vertiginosamente de lo sublime a lo ridículo, acumulando tal cantidad de insultos a la inteligencia que nos hacen evocar aquella célebre carta a Nerón, donde Petronio se mofa de las pretensiones artísticas del Emperador:
“Tener que soportar por largos años tu canto…escuchar tu música, oírte declamar versos … han acabado por inspirarme el irresistible deseo de morir. ¡Salud, augusto, y no cantes; asesina, pero no hagas versos; envenena, pero no bailes; incendia, pero no toques la cítara!»
Incapaces de un intercambio civilizado de ideas, reemplazan argumentos con burlas, insultos y descalificación. Sus discursos y expresiones – retahíla de estribillos y grafiti aprendidos al caletre y repetidos con pocas variantes desde 1959 – serían hoy pintorescos si no encerraran tanta carga de odio y capacidad de destructiva.
Repiten sin cesar epítetos como «oligarca», «burgués», «apátrida», y -ahora en Venezuela- «escuálidos», fundamentalmente para definir a todo el que tuvo éxito en la vida real.
Sus reacciones políticas oscilan entre las de un picado zagaletón adolescente y un vulgar facineroso barriotero: Se expresan en exabruptos, revanchas, pequeñeces y represalias cuya petulancia va de la mano con la puerilidad. Pero al igual que los niños llegan a ser sumamente crueles. Y sobre todo, incalculablemente destructivos en sus pataletas.
Para nuestra vergüenza y desdicha este inmaduro y descabellado atajo de delincuentes no es otra cosa que la suma y colofón del nefasto legado de quién la puso a su entrada, la puso durante todo su destructivo proceso, y ahora -con este horroroso sainete sucedáneo- la pone corregida y aumentada a su salida. Que lo perdone Dios porque la historia jamás lo absolverá.
Inmaduros y descabellados
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