Este domingo celebramos la Fiesta de la Divina Misericordia. Las lecturas de la Misa nos narran que el mismo día de su Resurrección Jesús instituyó el Sacramento de la Confesión: el Señor “sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar’” (Jn. 20, 19-31).
La Confesión es el Sacramento de la Penitencia y del Perdón, es el Sacramento de la Divina Misericordia. Así lo llamó Jesús en sus revelaciones a Santa Faustina Kowalska: el “Tribunal de la Misericordia”.
No se parece en nada a los tribunales terrenos, en los que los infractores son declarados culpables y tienen que pagar su pena. El tribunal de Cristo es totalmente diferente!
Sólo la Misericordia, no la Justicia. Por justicia tendríamos que ser condenados. Pero en la Confesión, no se nos condena… se nos perdona, sea lo que sea que confesemos.
Sólo basta estar arrepentido, confesar la ofensa y tratar de no volver a pecar. Ideal es el arrepentimiento perfecto, es decir, lamentamos haber ofendido a Dios. Pero no es indispensable. Podemos arrepentirnos de manera no perfecta: por temor al castigo eterno o por ver lo feo de nuestros pecados. Ambos sirven para recibir el perdón en la Confesión.
Cristo mismo dijo a Santa Faustina: “Aunque el alma fuera como un cadáver descomponiéndose, de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido, no es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura esa alma en toda su plenitud” (Diario 1448).
En el Tribunal de la Confesión suceden milagros: almas muertas en vida, a nivel de cadáveres en descomposición, restauradas plenamente. La Confesión no es sólo para los pecados mortales, que matan la vida del alma y que la llevan a la podredumbre de la descomposición, es también para los pecados menos graves, llamados veniales, que dañan el alma, ofenden a Dios y perjudican a los demás y a la Iglesia.
¿En qué consiste la Fiesta de la Divina Misericordia?
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Isabel Vidal de Tenreiro