#OPINIÓN Libertad Cautelar ante Acusaciones Frágiles #23Abr

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«La presunción de inocencia no es una fórmula vana, sino un mandato esencial que debe guiar cada paso del proceso penal.»

(Francesco Carnelutti, Las Miserias del Proceso Penal)

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En los complejos senderos de la administración de justicia penal venezolana, donde la búsqueda de la verdad y la protección de los derechos fundamentales deben converger en un ejercicio equilibrado y escrupuloso, la trascendental decisión de despojar a un individuo de su bien más preciado –la libertad– antes de que una sentencia condenatoria firme e inapelable recaiga sobre sus hombros, debe erigirse como un acto de suma gravedad y carácter estrictamente excepcional.

Esta medida, cuyas profundas implicaciones trascienden la esfera individual para impactar el tejido social en su conjunto, debe fundamentarse, sin lugar a dudas, en un plexo probatorio robusto, irrefutable y una necesidad imperiosa que no pueda ser satisfecha por medios menos lesivos. Cuando la acusación se levanta sobre cimientos deleznables, cuando las evidencias presentadas ante el tribunal adolecen de inconsistencias flagrantes y la conexión del señalado con los hechos que se le imputan se desdibuja en la bruma de la incertidumbre, la prolongación de esta medida cautelar se transforma, inevitablemente, en una afrenta directa a los principios más elementales del derecho, vulnerando de manera flagrante la piedra angular de la presunción de inocencia, un derecho humano fundamental consagrado no solo en el artículo 8 y el numeral 2 del artículo 49 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, sino también en diversos instrumentos internacionales de derechos humanos que forman parte integral de nuestro ordenamiento jurídico.

La presunción de inocencia, lejos de ser una mera formalidad retórica, constituye un pilar fundamental del debido proceso y una garantía esencial para la protección de la dignidad humana. Implica que toda persona es considerada inocente hasta que su culpabilidad sea demostrada de manera fehaciente, a través de pruebas lícitamente obtenidas y presentadas en un juicio justo, donde se le haya garantizado el pleno ejercicio de su derecho a la defensa. Este principio rector invierte la carga de la prueba, exigiendo que sea el Estado, a través de sus órganos de persecución penal, quien demuestre la culpabilidad del acusado, sin que este último tenga la obligación de probar su inocencia. En este contexto, la detención preventiva, al privar a una persona de su libertad antes de una condena, se configura como una medida cautelar de carácter excepcional, cuya aplicación debe estar estrictamente limitada a aquellos casos donde existan fundados elementos de convicción sobre la participación del imputado en el delito y, además, se acredite la existencia de un peligro real y concreto de fuga o de obstaculización de la investigación.

Un caso reciente, que ha resonado con fuerza en la conciencia pública, ilustra de manera elocuente la problemática que nos ocupa. En este escenario, la imputación de delitos de considerable gravedad parece sustentarse, de manera preocupante, primordialmente en relatos testimoniales que, al ser sometidos a un escrutinio riguroso y objetivo, revelan contradicciones significativas, inconsistencias internas y, en definitiva, siembran una duda razonable, profunda y persistente sobre su veracidad intrínseca.

La falibilidad de la memoria humana, los posibles sesgos subjetivos de los testigos e incluso la influencia de factores externos pueden comprometer la fiabilidad de los testimonios, especialmente cuando estos constituyen la única base de la acusación. Los dictámenes periciales, instrumentos que la ciencia forense pone a disposición del sistema judicial con la noble misión de iluminar la verdad con la objetividad que la caracteriza, no logran establecer, en este caso particular, un vínculo inequívoco, directo y concluyente entre el acusado y los elementos materiales que configuran los presuntos delitos. La antigüedad de ciertas lesiones señaladas por la acusación, aunada a la sorprendente ausencia de pruebas contundentes y definitivas en análisis forenses que, por su naturaleza, deberían ser cruciales para el esclarecimiento de los hechos –como pruebas de ADN, rastros dactilares o análisis de fluidos–, genera un vacío probatorio de magnitudes considerables, un silencio elocuente que no puede ser ignorado por aquellos que tienen la alta responsabilidad de impartir justicia en nombre de la República.

A la luz de estas incertidumbres palpables, que emanan directamente de la fragilidad intrínseca de la acusación, la aplicación juiciosa y reflexiva de las máximas de la experiencia se torna no solo recomendable, sino absolutamente fundamental. Estas reglas de la lógica y del sentido común, derivadas de la observación del comportamiento humano y de las enseñanzas de la vida, nos impele, con fuerza persuasiva, a examinar con detenimiento, con espíritu crítico y sin prejuicios, las acciones y las motivaciones subyacentes de quienes formulan la acusación.

Cuando las circunstancias que rodean el presunto delito y la conducta posterior de los denunciantes se apartan de manera significativa y notoria de lo que, con base en la experiencia y el sentido común, cabría esperar en una situación genuina de victimización –como la ausencia de una reacción emocional coherente, la inconsistencia en los relatos o la presencia de motivaciones ulteriores poco claras–, la necesidad de una evaluación exhaustiva, imparcial y desapasionada de todas las perspectivas involucradas se erige como un imperativo ético y jurídico ineludible, con el firme propósito de evitar juicios sesgados, fundados en percepciones subjetivas o, peor aún, en intereses ocultos que puedan desvirtuar la búsqueda de la verdad y la justicia.

Mantener a un individuo privado de su libertad, sometido a la angustia, al estigma social y a las profundas consecuencias personales y familiares que inevitablemente conlleva una detención preventiva, en un contexto donde la duda razonable no solo persiste, sino que se robustece con el análisis minucioso y objetivo de cada prueba y cada testimonio presentado, no solo contraviene de manera flagrante el mandato constitucional de la presunción de inocencia, sino que también socava de manera profunda y peligrosa la confianza de la ciudadanía en un sistema que, en su esencia, debe erigirse como el garante último de la justicia y la equidad para todos los miembros de la sociedad.

La persistencia en esta medida cautelar extrema, ante la evidente debilidad y fragilidad de la acusación, exige una reconsideración urgente, exhaustiva y profunda por parte de las autoridades judiciales competentes, explorando con diligencia, creatividad y un genuino compromiso con los derechos humanos, la aplicación de las medidas cautelares sustitutivas a la privación judicial preventiva de libertad, tal como lo contempla de manera clara y precisa el artículo 242 del Código Orgánico Procesal Penal (COPP) venezolano.

El COPP ofrece un abanico de alternativas a la detención preventiva, diseñadas para asegurar la presencia del imputado en el proceso y evitar la obstaculización de la investigación sin necesidad de recurrir a la medida más gravosa. Estas medidas, que incluyen la presentación periódica ante el tribunal, la prohibición de salir del país o de una localidad determinada, el arresto domiciliario, la imposición de una caución económica, la prohibición de acercarse a la víctima o a determinados lugares, y la vigilancia electrónica, entre otras, representan herramientas valiosas que permiten equilibrar la necesidad de garantizar el desarrollo del proceso penal con el respeto al derecho fundamental a la libertad. La aplicación de estas medidas, en casos donde la acusación es débil y no existen riesgos procesales evidentes que justifiquen la privación de libertad, no solo se ajusta al principio de proporcionalidad, sino que también fortalece la legitimidad del sistema judicial al demostrar su compromiso con la protección de los derechos individuales.

Es, por tanto, apremiante que los tribunales competentes actúen con la diligencia, la probidad y el rigor que la delicada situación amerita, sopesando con meticulosidad quirúrgica cada inconsistencia, cada laguna probatoria, cada falta de corroboración objetiva y cada argumento defensivo esgrimido por la defensa del imputado. La libertad, lo reiteramos con énfasis, constituye un bien supremo, un derecho fundamental inherente a la condición humana y condición sine qua non para el ejercicio pleno y efectivo de todos los demás derechos y garantías constitucionales.

En consecuencia, solo puede ser restringida con plena convicción moral y jurídica, sustentada en pruebas irrefutables que desvanezcan cualquier sombra de duda razonable en la mente del juzgador. Cuando esa convicción se ve empañada por la incertidumbre probatoria, cuando la balanza de la justicia titubea ante la debilidad de la acusación, la justicia misma exige, como un clamor ineludible, la aplicación del principio universalmente reconocido del favor libertatis, permitiendo que el proceso penal avance, sí, pero sin el gravamen desproporcionado e injusto de una detención preventiva que, a todas luces, se presenta como una medida excesiva, innecesaria y, en última instancia, contraria al espíritu y la letra de nuestra Carta Magna y de los tratados internacionales en materia de derechos humanos suscritos por la República. Es crucial recordar que el ordenamiento jurídico venezolano ofrece alternativas a la privación de libertad, mecanismos legales diseñados precisamente para asegurar la comparecencia del imputado al proceso sin necesidad de recurrir, de manera automática y acrítica, a la medida más gravosa.

La sociedad venezolana, en su conjunto, observa con atención y profunda preocupación el desarrollo de este tipo de casos, depositando su esperanza en la integridad, la independencia y la sabiduría de quienes tienen la alta responsabilidad de impartir justicia. La verdadera solidez y legitimidad de un sistema penal se miden, en última instancia, por su capacidad intrínseca para proteger la presunción de inocencia y, por ende, la libertad de los ciudadanos frente a acusaciones endebles, carentes de sustento probatorio sólido.

Es tiempo de recordar, con la lucidez que nos exige el presente y con la mirada puesta en la construcción de un futuro donde la justicia sea sinónimo de equidad, respeto por los derechos fundamentales y garantía de un debido proceso para todos, que la función primordial del sistema judicial no se limita a la búsqueda incansable de la verdad material, sino que también abarca, con igual o mayor importancia, la protección celosa de la libertad individual mientras esa verdad no se demuestre más allá de toda duda razonable, utilizando de manera inteligente y proporcional las herramientas legales vigentes para garantizar la comparecencia del imputado sin recurrir, de manera innecesaria y desproporcionada, a la traumática experiencia de la privación de libertad. La justicia, en su más alta expresión, debe ser sinónimo de equilibrio, de ponderación y de respeto irrestricto por la dignidad humana y los derechos fundamentales que la sustentan.

«La libertad personal es la condición primera de la justicia; sin ella, todos los demás derechos se desvanecen como sombras».

(Francesco Carnelutti, Las Miserias del Proceso Penal)

Dr. Crisanto Gregorio León

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