Hace muchos años, salí del apartamento, en París, de mi prima Ana Mercedes Asuaje Álamo de Rugeles, donde vivía con su hijo Alfredo. Eran como las 11 de una noche de invierno. Hacía mucho frío. Vivía cerca, en el mismo arrondissement 16, que está alrededor del Arco de Triunfo. Había buscado hotel por allí mismo, justamente para estar junto a mis primos e ir a cenar frecuentemente con ellos. Conseguí un cuarto unipersonal, perfectamente equipado con baño propio, barato, en el último piso del pequeño edificio de la Regence Hotel, 24 Avenue Carnot, una de las doce que salen de la plaza de La Place de l´Etoille, la Arco de Triunfo. Estaba a pocos pasos de éste. La ventana de mi cuarto era de esas que salen del techo, que llaman lucarna. Por ésta vi por primera vez caer la nieve.
El apartamento de Anamer era tradicionalmente alquilado por músicos venezolanos que hacían estudios en París. Allí habían vivido Antonio Esteves y su esposa Flor Roffé. Cuando ella se enteró de que en la misma olla en que hacía los spaghettis, Flor hervía la ropa interior de Antonio, casi se muere del asco. Era muy aprensiva. Cuidaba tanto a Alfredo, entonces un mocito de 15 años, como a un bebé, tanto, que, a raíz de una gripe, el médico parisino descubrió que el muchacho no tenía defensas contra la tuberculosis y hubo que hacerle un tratamiento.
Pero volvamos a aquella noche. A menudo nos reuníamos allí con otros músicos y se hacía música hasta que el vecino daba unos golpes en la pared, indicando que la sesión musical había terminado, era hora de dormir. Esa noche estaba yo sola con los Rugeles-Asuaje. Habíamos notado la gran baja de la temperatura, pero no nos habíamos dado cuenta de que había nevado. Lo supe al salir a la calle. Una nieve inmaculada la inauguraban mis botas. Cuando llegué a atravesar el bulevar antes del de mi hotel, me quedé extasiada: árboles desnudos, fantasmales, con copos de nieve en sus ramas negras y ésta en el piso, sin huella alguna, ¡un cuadro de Maurice Utrillo! Caminé sobre aquella alfombra blanca y regia, donde las mías eran las primeras huellas. ¿Serán las únicas trascendentales que habré dejado en mi vida?
Porque la mayoría pasa por la vida sin pena ni gloria. Aunque hay muchos héroes y santos anónimos, gracias a Dios, a esa mayoría nadie la recordará, porque no deja huella. Millones de millones mueren a diario en el mundo y, salvo su entorno íntimo, no los recordarán y, pasadas una o un par de generaciones, nadie sabrá que existieron. Todos caerán en la fosa del olvido. Es triste, pero es peor que te recuerden por tus maldades. Sin embargo, es la única manera de que los mediocres pasen a las historia, cuando se convierten en antihéroes contradiciendo a los héroes y los santos, a los hombres útiles y de bien: un Caifás, un Herodes o un Pilato ante Cristo; un Boves ante Bolívar; tal un Pedro Carujo, que habiendo recibido una esmerada educación y teniendo una buena hoja de servicios, cayó en el exabrupto de decirle a Dr. José María Vargas: ¡El mundo es de los valientes!. A lo que el eminente doctor respondió: No, el mundo es de los hombres justos. Aunque en contradictorias versiones, sí se pronunció o no, aquel grito de “¡muera la inteligencia!”, de Millán Astray contra el Rector de la Universidad de Salamanca, en 1936, Miguel de Unamuno, resuena todavía; como el coronel Antonio Tejero irrumpiendo pistola en mano en el hemiciclo del Congreso de Diputados de España, en 1981; como un personero cualquiera del gobierno actual de Venezuela ante nuestra gran líder política del momento.. Pura mediocridad pasando a la historia por sus intemperancias.
No me resisto a parafrasear la ridícula rima de una cuña de propaganda oficial:
A juro, Venezuela
voy por tu futuro…,
sin los hijos del cianuro
más, por si acaso,
con la piedra del zamuro.
Así no. Así mejor vivir y morir inadvertido, sin memoria para el mundo, pero con nuestro nombre escrito en el libro del cielo, porque hemos sido justos, leales, sin sobresalir en nada, pero dignos hijos de Dios, respetuosos de sus leyes y su justicia y, sobre todo, anegados en su amor. Nadie más grande que quien se siente pequeño y débil ante su Creador, quien cumple a cabalidad la misión encomendada, sea magna y brillante o pequeña e inadvertida. Grande es quien se deja invadir totalmente por el amor de Dios y se endiosa con él. Su huella será invisible sobre la tierra, pero útil y fecunda como los cimientos enterrados de las grandes construcciones.
Entre los venezolanos de hoy habrá quienes dejen una triste huella en la historia, de incompetencia, maldad, mediocridad, ferocidad diabólica, traidores a la patria y a su condición humana. Pero habrá otros de huella esplendorosa, imborrable, luz para varias generaciones, por su lucha empecinada, constante, valiente y heroica por la libertad, la justicia y la paz. A la cabeza de esta odisea…, no necesitamos nombrarla, todo el mundo sabe quien es. ¡Dios bendiga su huella!
Alicia Álamo Bartolomé