En el período del tiempo en el cual llegué al mundo, las mujeres de entonces no conocieron el ginecostetra. Toda la gente de la población tuvo su otra mamá en la partera. Nada costaba alumbrar a un hijo porque la comadrona no cobraba por traer al mundo los bebés. Hubo, eso sí, un ambiente saturado de bendiciones en cada momento y en toda ocasión; los muchachos de entonces que ya habían aprendido a manejar los signos, sin que supieran que este es el nombre que se le da a la palabra, respetuosamente pedían la bendición a la madre de alumbramiento. Una bendición que circulaba con su gran valor moral como moneda corriente.
Esa partera comadrona de mi pueblo se llamó: Rosa de Soteldo o también: Rosa Suárez de Soteldo, apellido clásico para los yaritagüeños de entonces. Había en aquella población un respetable médico anciano que conocimos como el Dr. Álvarez al cual se recurría la gente cuando todos los recursos familiares aplicados al enfermo como: plantillas, infusiones, bebedizos, ladrillos calientes, unturas, etc no respondían satisfactoriamente. Y aplicadas al malestar no cedía. Nosotros veíamos con atemorizado respeto a este médico porque lo asociábamos con Jesús Gutiérrez, el hombre que en su bicicleta iba a dónde fuera del pueblo para poner sus ampoyetas, (así se le nombraba a las inyecciones).
Aquella parvada de muchachos que cumplimos con la práctica general de ser generación de relevo, fuimos hijos además de nuestros padres de la señora Rosa. A los ojos de nosotros, los muchachos de entonces, pero con palabras de adultos, la considerábamos como una mujer muy cordial; de decir ameno con el cual la vida dota como privilegio a algunos seres. Muy aseada, el desdeñoso descuido nunca le acompañó en su atuendo. Tuvo un hijo, un hijo de a caballo; un caballero. Remilgo de esos días en donde la presunción vestida daba suprema categoría al medio de los cascos que le movilizaban. Había mucho de “cortes de amor” como se practicó en el Medioevo. Un caballero podía “chacear” su caballo ante la presencia de una bella muchacha para que sonaran altaneros, como encantados, los cascos del animal, que el jinete acusaba con imperiosa galantería. La bestia siempre se montaba con galanura e iban muy bien enjaezados. Pero en una traicionera espera lo asesinaron.
Ya espigado, cuando la inquietud de la niñez ventilaba el soplo alentador de la alborada de la juventud, fue creado un dispensario; un medio de atención para el enfermo. Su primer médico se le conocía como el Dr. Rodríguez Maggi. Pero la señora Rosa seguía tan campante en el oficio de alumbrar niños yaritagüeños. En ese dispensario me vacié una taza de chocolate caliente sobre la blanca camisa que estrenaba ese día en la primera comunión. Fue el premio que ya educado en el catecismo por la señorita Inés, recibí para aceptar a Dios.
Lectura – La señora Rosa
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