Venezuela vive sumergida en una marea de realismo mágico en que ambos lados de un intenso conflicto político y emocional proyectan la realidad de manera radicalmente opuesta.
Pero casi todos tratan de evadir la desgarradora realidad de una nación destrozada – tanto como estuvo en 1815 tras el devastador terremoto de 1812 y la marabunta de odios de castas y razas desatada por Boves en 1814.
Algunas evaluaciones que se publican – aún de gente culta e informada – parecen minimizar la profundidad de las heridas y el desastre en que se encuentran casi todas las dimensiones del quehacer nacional.
Demasiados recurren al escapismo de una negación poética de la realidad, como definía Uslar Pietri el realismo mágico, buscando héroes de caballería y hadas madrinas que todo lo solucionen.
Poco contribuyen a una eventual salida quienes postulan un posible Cid Campeador o una especie de Juana de Arco del siglo XXI, cuando todos los dirigentes más responsables de esta coyuntura insisten en la imperiosa necesidad del concurso de toda la sociedad para salir del actual pantano.
Dentro de la percepción romántica del panorama muchos comentaristas tratan de invocar supuestos y eventuales “efectos mariposa”, donde las consecuencias imprevistas de algún fortuito acontecimiento vendrán a resolverlo todo, cual si fuera una varita mágica y sin mayor sacrificio de la nación.
Paralelamente – y con el manido recurso de evadir responsabilidades culpando a otros por fracasos internos – se mantiene la insistencia en atribuir a factores externos y a ideologías caducas la causa de la situación actual de Venezuela – y a contar con otros para una eventual solución.
Pero por más que algunos se empeñen en achacar la amarga actualidad a temas ideológicos y siniestras conspiraciones internacionales, la degradación actual de nuestra sociedad parece más bien un episodio agravado de la atávica contienda entre civilización y barbarie.
Sin caer en derrotismos ni abstencionismo, lo racional es aprovechar la oportunidad que se nos pudiese ofrecer el 28 de julio para asestar un contundente batacazo a la estabilidad del régimen de fuerza, y tratar de remover un juego trancado entre un autoritarismo desafiante y una gran masa inerme.
Asegurar una mayoría contundente y demostrable en las mesas electorales debe ser la prioridad absoluta, sin distracción o dilación alguna. Pero a plena conciencia de que aquello será – si acaso – una batalla ganada, y apenas el comienzo de una difícil y escabrosa transición. Primero habrá que volver a aprender a caminar, para si acaso algún día correr.
Antonio A. Herrera-Vaillant