Que la idea de una transición tome cuerpo en el ánimo de los venezolanos es una excelente noticia. Coincide la presencia entre las gentes de una inédita simbología, María Corina Machado, y su empeño para asegurar la victoria electoral de Edmundo González Urrutia.
Puede decirse que se trata de la misma transición esperada, pero en distinto contexto, sucesivamente frustrada y que con verdadero sentido histórico debió anclar como tarea genuina en Venezuela a raíz del «quiebre epocal» ocurrido, no sólo entre nosotros sino en el conjunto de Occidente, en 1989. Entonces emergió una dinámica deconstructiva totalizante y deshumanizadora, que la miopía política mal comprendió. La confirman las tres décadas que finalizan con la pandemia del COVID-19, y que ha tocado a la experiencia vital en sus distintas latitudes y vertientes, la política, la económica, la social y la religiosa, sobre todo la cultural como piso compartido y en crisis epistemológica.
Así, mientras unos creían poder resolver la cuestión de conjunto con unas pocas fórmulas inequívocas, constantes en los Consensos de Washington, otros, causahabientes de marxismo, se ocupaban de predicar el desencanto democrático para reafirmar el poder del Estado como repartidor de derechos, como si se explicasen estos dentro de su realidad declinante y no como expresión de la dignidad de cada persona.
El diagnóstico de las causas y circunstancias que anegaran a la vida del país volviéndole un espacio de liquidez ética y culto al relativismo, de poco o nada servirá como insumo para la reconstrucción. Y la razón huelga, pues somos una nación pulverizada y una república desmaterializada e inexistente, sin respeto siquiera por las reglas elementales de la decencia y para una sana convivencia. Y de la nada o el vacío, nada surge.
El poder recrear y afirmar raíces sobre lo lugareño perdido y para que nos restablezcamos como nación o entidad común sobre un espacio común, acaso implicará tanto como mirarnos en el espejo de nuestro más lejano amanecer. Regresar al tiempo remoto del mestizaje progresivo que alcanzáramos sobre lo originario – que no es tal por ser nuestros aborígenes de estirpe asiática – tras las oleadas humanas que nos dieran talante, incluso inacabado como afirman los que mejor conocen las bases de nuestra sociología y nacionalidad, es un buen ejercicio.
A la otrora nación venezolana se le han desgajado unas 8.000.000 de almas que viven en diáspora y, las que hacia adentro restan hoy migran como víctimas, son lazos de pertenencia, son nómades desplegados por sobre una geografía cuyas fronteras las ocupan extraños: cubanos, iraníes, chinos, rusos, guerrilleros y exguerrilleros vecinos, piratas de toda laya practicantes de una criminalidad anómica y sin cabezas visibles. Es esta una primera escala por resolver, mientras vuelven como escala segunda los que se han sumado, por lo pronto, a la ola migratoria global; de donde pueden verse y hasta sentirse extrañas ambas vertientes, al resentir, desde la intimidad, el síndrome del abandono.
Nuestra nación no pasará de la dictadura a la democracia, pues la nación es un imaginario y su despotismo es expresión de lo más primitivo. Se la ha desmembrado y sufre de un severo daño antropológico, imposible de reducir a frías estadísticas. Y es esta sólo una pincelada, para alertar a quienes de buena voluntad trazan esquemas sobre nuestra transición, para que seamos libres y se le ponga final al marasmo de nuestro bienestar perdido. Las miradas han sido precavidas ante los modelos o recetas prét-a-porter, válidas para modistos y cocineros, tanto como cuidadosas ante las transiciones hacia democracia sabidas y acontecidas, pero implementados dentro de marcos de opresión institucionales y de identidades no disueltas.
Algunos dirán que si cae el PIB todo se revertirá en un esquema de libertades, lo que, probablemente, es válido en la Argentina de Milei. Tanto como podría argumentarse que fue bajo el Estado interventor y de bienestar, entre 1959 y 1989, incluida la década de la deconstrucción hasta 1999, cuando Venezuela se moderniza. Si en 1955 las universidades eran 5 (3 oficiales y 2 privadas), en 1998, cuenta el país con más de 200 centros de educación superior, sin agregar los núcleos de las universidades; siendo éstas 33 a lo largo del país. Y la expectativa de vida, que en 1943 fue de 46,4 años, en 1955 pasó a 51,4 años y, en 1998, a 72,8 años; nivel que se estanca para 2020 y sitúa en 71,1 años. Y si los estadios deportivos eran 5 para 1945, y 52 para 1955, en 1998 sumaron 4.919 las instalaciones deportivas del país. Y si tuvimos en 1955 19.927 km de carreteras que nos integraban humanamente, la red vial nacional, para 1998, alcanzó a 95.529 km. Pero eso es historia y la de ahora es la nada, donde sobreviven el dolor y la orfandad de patria.
Cada venezolano, lo vemos en quienes sobreviven y en quienes han emigrado, enhorabuena se ha demostrado resiliente, de natural ingenio y espíritu innovador, reconocido en todo rincón a donde llega; pero el esfuerzo colectivo que hace a un país y forja a una nación falta y está siendo demeritado por los autoritarismos electivos en boga. Estos prometen redenciones en lo económico, sin mayores miramientos a la democracia y al Estado de Derecho. Y se olvida que se trata de constructos esencialmente humanos y que exigen, a la vez, bajar el tono de los enconos acumulados – lo decía Felipe González.
Somos un amasijo de voluntades dispersas, esperanzadas, apegadas a nuestras arepas que se expanden por el planeta, con instituciones de WhatsApp, construidas al detal mediando empatías o para conjugar enconos, contabilizar odios, y bloquear a quienes vemos como distintos, siendo venezolanos. Sin nación, lo reitero por enésima vez, la república seguirá siendo el casino de los agiotistas de la política, y una ubre para las golondrinas de la globalización. Tendremos éxito, sí, pero con una transición constante, que conjure al césar democrático y el mito de El Dorado.
Asdrúbal Aguiar