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Continuar con vida
Yo no salí de Venezuela por gusto; en mi caso era salir del país o morir.
En Colombia conseguí una operación que me ayudó a continuar con vida, pero no ha sido ni es una buena vida. Siempre estoy así, como me veo hoy: angustiada, desesperada, ansiosa y llorando todo el tiempo.
Comenzando el año 2021, los médicos me dijeron: “Susana, tiene un tumor en el cuello uterino y necesita con urgencia una histerectomía”. Hice todas las diligencias necesarias para conseguirla en los hospitales de San Cristóbal, pero no se pudo. Tampoco tenía la plata para cubrir ese gasto en una clínica privada.
Los médicos advertían que el tiempo era un enemigo implacable. A mis 54 años, la espera no era una opción; el tumor crecía y, con él, el riesgo de malignidad. Las hemorragias eran incesantes, los dolores eran insoportables, la hemoglobina me descendió a 6. Como le digo, era salir del país o morir. Elegí vivir, pero eso significaba dejar muchas cosas atrás, casi todo, y comenzar de cero en otro país.
En medio de la desesperación busqué ayuda en la persona menos indicada: el papá de mis hijos, que vivía en Bogotá. Nosotros estábamos separados desde hacía unos cuatro años. Le conté la situación por la que estaba pasando. Él se ofreció a recibirme y a ayudarme a conseguir una operación rápida y gratuitamente.
Viajé a Bogotá en julio de 2021. El papá de mis hijos me ayudó a conseguir la atención médica que necesitaba y la intervención fue un éxito… Pero al pasar los días, cuando pensé que mi problema había acabado, empecé a morir lentamente. Mi vida se empezó a desmoronar e intenté suicidarme.
A cambio de la ayuda que me prestó, ese hombre me maltrató física y psicológicamente; abusó sexualmente de mí, todas las veces que quiso, por muchos meses. Me obligó a que hiciera cosas horribles, cosas que me llevaron a intentar quitarme la vida. Él justificaba sus acciones con la cruel idea de que nada es gratis y que yo debía “pagar” por la operación.
La situación se volvió un infierno y llegué a un punto de tener que recibir ayuda psiquiátrica. Me quisieron hospitalizar por el intento de suicidio y la depresión, pero me negué porque ¿quién me iba a sacar después de ahí?
Cuando pude estar en regulares condiciones, con un mínimo de estabilidad, regresé a Venezuela a vivir en el rancho que tengo aquí, en San Cristóbal, en la comunidad del Renacer de La Machiri. No es algo cómodo, pero al menos es mío y lo tengo bien limpio y arreglado.
Al retornar, nunca volví a ser la misma de antes. Sigo medicada, tengo que tomar una pastilla en la mañana y otra en la noche para controlar la depresión, la ansiedad y para poder dormir. A veces me encierro, duró varios días mal, y mi hija o los vecinos me traen algo de comer.
Ahora estoy desempleada, no ha sido fácil encontrar trabajo aquí, quizá por mi edad o también por la situación del país que no ha mejorado. Estoy haciendo un curso de costura y trato de distraerme cortando, pero llega un momento que todo vuelve a mi cabeza, todo lo duro que pasé allá en Bogotá y siento que no soy capaz de controlar esa situación. Grito, me desespero y tal vez le estoy haciendo daño a mis seres queridos que están cerca. Se qué necesito ayuda psicológica, quiero recomenzar, es duro a mi edad vivir así.
Carga adicional
Clara Astorga, presidenta de la Federación de Psicólogos de Venezuela, explica que muchas personas que huyen de Venezuela afrontan experiencias de riesgo extremo que les causan daños psicológicos. Los perjuicios del desplazamiento forzado en la salud mental suelen empeorar con la frustración por no lograr una mejor calidad de vida fuera del país y el retorno a Venezuela con la sensación de derrota, agrega la experta.
Cuando se trata de mujeres retornadas los desafíos son mayores. Astorga indica que ellas deben asumir la carga adicional de las violencias basadas en género. Las mujeres que huyen de Venezuela están en una situación de precariedad material y emocional que las hace más vulnerables a distintas formas de abuso, entre ellas el abuso sexual.
II.-Como esclava
Mi nombre es María Angelica y tengo 27 años, pero con todo lo que he vivido me siento como de 60.
Volví de Colombia a la misma invasión de donde salí años atrás. Regresé triste, derrotada, marcada por más problemas de los que me llevé.
En 2018, la situación económica estaba muy difícil en Venezuela, no teníamos ni para comer. No había nada que darles a mis niños, que tenían 10 meses y dos años de edad. Yo siempre he querido para ellos una mejor vida, con lo necesario: comida, casa y educación. Algo diferente a lo que me ha tocado a mí.
Pensando en esto, Pedro, mi esposo de 26 años y padre de mis hijos y yo, decidimos irnos a Colombia. Llegamos a Bucaramanga a la casa de un cuñado, de ahí nos botaron a los dos meses. Yo había conocido a una señora en el restaurante donde trabajaba como ayudante de cocina. Ella nos prestó un dinero para alquilar una casa, ahí vivimos durante cinco meses.
Esa misma mujer nos ofreció un trabajo en una finca, no muy lejos de Bucaramanga. Aparentemente era un buen trabajo porque ganaríamos más, pero fue un engaño. Nos tenían encerrados, como presos, no nos dejaban salir. Nos pagaban por el trabajo de los dos 100.000 pesos colombianos a la semana, unos 27 dólares al cambio. Trabajamos desde las cinco de la mañana hasta las cinco de la tarde, menos los domingos.
Esa plata no alcanzaba para casi nada. El trabajo era en un matadero clandestino, por eso es que no podíamos salir, nadie podía salir de ahí.
Un día cayó la policía. Me tocó correr a encerrarme con los niños, apagamos las luces del cuarto y en completo silencio pasamos horas, estuvimos rodeados. Eso parecía como cuando buscan a los narcos. La casa y todo el lugar se llenó de policías armados.
A mí me tocó ponerle una teta a cada niño en la boca, no solo para alimentarlos, también para que no lloraran, los pobrecitos estaban muy asustados. No nos encontraron gracias a Dios, pero a partir de ese día empezamos a buscar trabajo en otro sitio.
Llegamos a trabajar a otra finca como recolectores, era más lejos de la ciudad. La experiencia ahí fue la peor, no solo porque el trabajo era más duro y sacrificado, sino que no tenía donde dejar a los niños; los tenía que llevar conmigo todos los días al campo a recolectar apio, papa, cebolla y otras verduras. A los niños los sentaba en un cambuche que les hice y ahí ellos se quedaban tranquilos. Les dejaba arepitas, frijoles y agua. Ellos iban comiendo solitos. Cuando podía me escapaba a mirarlos para asegurarme que estaban bien.
En este trabajo las condiciones eran diferentes porque nos tocaba dormir en colchonetas o hamacas en una sala grande con todos los demás recolectores, también compartíamos los baños.
La jornada empezaba a las cuatro de la mañana y se prolongaba hasta la noche. A veces ni dormía porque me paraba a las dos o tres de la madrugada para adelantar la comida que tenía que llevarle a los niños. Nos pagaban un poco más, pero igual no se hacía mucho, solo alcanzaba para sobrevivir.
El papá de mis hijos se empezó a portar muy mal y un día me pegó tanto que me dejó inconsciente y me llevaron a la emergencia del hospital. Cuando salí no quise regresar a la finca, me quedé en Bucaramanga en la casa de una señora que me apoyó. Intenté trabajar de nuevo, pero era muy duro, no encontraba un empleo para poder pagar los gastos de manutención mía y de los niños.
Mi ex marido y papá de los niños me acosaba, entonces decidí retornar a Venezuela en el 2022.A veces me preguntó si hice bien en regresar a Venezuela, porque no he logrado levantar cabeza, todo es difícil aquí.
Empecé a trabajar limpiando casas, luego conseguí empleo en una venta de comida en el mercado mayorista de Táriba… Una mañana, mientras caminaba al trabajo, un hombre se bajó de un carro, sacó una pistola y me obligó a subir al carro. Él se desabrochó el pantalón, me tocaba todo el cuerpo y luego me llevó a otro lugar donde me hizo bajar a caminar, me llevaba para violarme, pero logré escapar.
No ha sido fácil superar todo lo que he vivido, trato de salir adelante por mis hijos. Quedé con mucha inestabilidad, temor e inseguridad después de lo vivido. Pero no es solo lo que me ha pasado aquí, las cosas que viví en Colombia, también fueron muy difíciles y me dejaron marcas no solo la piel, también en la memoria.
Ahora tengo un emprendimiento de barbería; lo logré a través de un curso y ayudas que ofrecieron las organizaciones internacionales que trabajan en nuestras comunidades. Me defiendo haciendo cortes de cabello y peinados a niñas, atiendo a domicilio.
Aquí, a la comunidad del barrio El Lago-Machiri, han venido algunas organizaciones a ayudarnos. Por medio del Servicio Jesuita, he recibido terapias psicológicas. Aprendí a escribir un diario de las emociones, eso me lo enseñó la psicóloga con la que hablaba. Me gustaría recibir más terapias porque me pasan cosas que yo ni puedo controlar, ni entender: no duermo, siento angustia y a veces creo que el papá de los niños puede venir a quitármelos, él me ha amenazado y vivo con miedo.
En alerta constante
La presidenta de la Federación de Psicólogos de Venezuela explica que las situaciones de estrés postraumático se caracterizan por la reexperimentación de episodios angustiantes: “Esto puede manifestarse en forma de recuerdos intrusivos, sueños sobre lo ocurrido, pesadillas, o imágenes repentinas del evento traumático cuando la persona está en un estado de calma. Se generan altos niveles de ansiedad, dificultando que las personas encuentren una sensación de seguridad en su entorno, lo cual es esencial para desarrollar sus capacidades y vivir sin la constante sensación de alto riesgo”.
Clara Astorga precisa que para muchas personas el retorno a Venezuela es la continuación de una estrategia de supervivencia. Los eventuales traumas del recorrido de ida y vuelta suelen dejar secuelas que requieren atención especializada: “Se genera un estado de alerta constante. A menudo, presentan síntomas como insomnio, falta de apetito y ansiedad crónica. Cuando estas situaciones extremas persisten con el tiempo y no se logra restablecer el equilibrio, es crucial buscar la ayuda de especialistas”.
III.- Volver a intentarlo
He salido tres veces de Venezuela y he regresado a Venezuela tres veces. Estoy pensando en la cuarta salida, porque queremos estar mejor.
Es que aquí cada día la situación es más difícil, no se consigue trabajo. Y si se consigue, lo que pagan no alcanza para nada, ni para pagar un alquiler. Aquí vivimos arrimados en la casa de mi suegro y está situación preocupa más cuando uno ya tiene una hija.
La primera vez que nos fuimos a Medellín fue en 2021. Yo estaba recién dada a luz, tenía 16 años, ahora tengo 19. Mi hermano estaba allá y me dijo: “Ruth me está yendo bien, vengan que yo les colaboro”. Nos dejamos llevar por ese comentario y nos fuimos el papá de mi bebé, la bebé y yo.
No nos fue bien. Trabajamos en la calle vendiendo mercancía en una carreta, entre las cosas que más se vendían estaban los tapabocas, era obligatorio usarlos. A mí me tocaba andar con la bebé recién nacida recorriendo las calles todo el día, empujando esa carreta. La niña apenas tenía unos dos meses, yo le daba el pecho y quien terminaba trabajando fuerte era mi marido.
Lo que hacíamos de plata no nos sustentaba, no alcanzaba para los pañales. Así nos aguantamos un tiempo, nos gastamos todo lo que teníamos y después a reunir para los pasajes hasta que logramos venirnos. Regresamos con las manos limpias a volver a empezar de cero aquí.
En San Cristóbal solo hacíamos para la comida. A veces, ni siquiera para la comida juntábamos y pasamos hambre, mucha hambre. Hay días que no teníamos ni un huevo, ni pan, por eso es que uno vuelve a pensar en irse. Porque, al menos, allá en Colombia si usted trabaja, come. Pero no alcanza para el alquiler. Y si uno no paga, lo echan a la calle.
En mayo del año pasado nos fuimos otra vez a Medellín pensando en qué se podía hacer. Pero es muy duro y no solo por lo económico, existe mucho maltrato.
La gente, cuando saben que uno es venezolano, de una vez cambian de actitud, lo miran feo a uno, como si uno oliera a mal. Caminar por las calles es una lucha diaria, el espacio público se volvió hostil y humillante. No dejan que uno se les acerque y menos que estacione la carreta en la calle, porque los dueños de los locales salen a insultarnos y amenazan con la policía; dicen que nos van a deportar. Son muchos los abusos que uno debe soportar.
En este último viaje a Medellín bajé muchísimo de peso, le toca a uno pasar hambre… Lo estábamos intentando, pero mi hermano tuvo un problema: lo amenazaron, lo iban a matar. Era riesgoso para nosotros seguir ahí y tuvimos que regresar otra vez.
A mí me hubiera gustado estudiar, ir a la universidad, aprender un oficio, pero apenas y terminé el séptimo grado. Quisiera hacer un curso de algo para poder defenderme, que no tenga que pedirle plata a nadie, pero no consigo cómo hacerlo.
La vida en Venezuela se ha vuelto un desafío constante, seguimos buscando estabilidad. No quiero volverme a ir, pero aquí tampoco tengo trabajo. Mi esposo es nuestro único sustento, no es mucho lo que gana en una empresa de venta de servicio de internet y la incertidumbre nos agobia.
Me siento como atrapada entre querer quedarme aquí y la necesidad de buscar una vida mejor. A veces, incluso considero volver a emigrar, pero sé que sería difícil estar sola con mi niña en un lugar desconocido.
He intentado muchas veces tener una casa, un hogar, pero las circunstancias no lo permiten. Los venezolanos no merecemos vivir así, llenos de dudas, merecemos una oportunidad para reconstruir nuestras vidas con dignidad.