Fue en la Conferencia de Yalta del 4 de febrero de 1945, celebrada en medio del exultante entusiasmo imperial de los tres grandes líderes mundiales – a la cabeza de la URSS, Inglaterra y USA – en la que Stalin respondiera sarcástico a la propuesta de Winston Churchill acerca de invitar al Papa Pío XXII a formar parte de la alianza anti hitleriana con la insolente pregunta, palabras más palabras menos: “Uds. Perdonen, Sres., pero como las guerras se ganan con soldados, armas, cañones, barcos y aviones ¿con cuántas divisiones cuenta el Papa?”
A pesar de no contar con más batallones que el constituido por más de un millón de pacíficos y humildes sacerdotes y la custodia de un centenar de guardias suizos, con sus arcabuces, lanzas, corazas y bombachas, más escenográficos y de utilería que de algún efecto práctico, esos tres poderes imperiales que se burlaran de su absoluta incapacidad bélica, la Iglesia parece encontrarse todavía en capacidad de seguir al frente del combate moral por una humanidad superior. Mientras los poderes propiamente terrenales atraviesan por la más grave crisis valórica desde la Revolución Francesa, la caída de las monarquías, la instauración de las democracias y el fin de los totalitarismos.
Una crisis que la eruptiva aparición en el escenario mundial del Cardenal Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, ha venido a conmover hasta en sus cimientos. Tan ansiosa es la desesperanza que el pragmatismo, el mercantilismo, el delirante consumismo de la siempre insatisfecha sociedad unidimensional han sembrado en la conciencia universal de una humanidad que parece resolver todas sus angustias empujando al reciclaje perpetuo de nuevas mercancía que despierten nuevas apetencias y alimenten nuevos intercambios de bienes materiales, que gestos de extrema sencillez en quien niega con sus actos creerse un adarme más importante que el más atribulados de sus fieles, han logrado más impacto que el cañoneo atómico de todas las potencias de Yalta. Una de las cuales desapareció del mapa tras dejar a su paso un reguero de centenas de millones de cadáveres, otra perdiera para siempre su tesitura imperial y la tercera sobrevive desconcertada ante los grandes desafíos de contra civilizaciones decididas a desatar el apocalipsis mundial.
Stalin, el sarcástico, desapareció en medio del horror universal. Roosevelt seguirá siendo recordado como el hombre bueno que fue, capaz de sacudirse el aldeanismo que aislaba a su gran Nación, que supo gobernar con sabiduría en tiempos extraordinariamente tormentosos para luchar contra el imperio del mal desde la parálisis de una vetusta silla de ruedas. Mientras Churchill, el más culto, el más denso, el más inteligente y valeroso de todos ellos, pasó a la historia como la última gran conciencia del incomprendido liberalismo europeo. A pesar de los pesares, la gran reserva estratégica del pensamiento y la acción políticas en un mundo en que el despotismo y la tiranía insisten en reciclar las peores lacras de la lejana y aterida infancia de la humanidad, precisamente hurgando en las heridas de una crisis verdaderamente planetaria y de la que los simples mortales apenas tenemos levísimos indicios.
Se equivocan quienes creen que la crisis por que atraviesa la Iglesia le atañe sólo a ella y puede ser resuelta con medidas punitivas o golpes de fuerza. La inmensa importancia, la trascendencia de la elección de SS Francisco radica en un gesto aparentemente simple, pero de una envergadura colosal: volver a los orígenes. Bajar a lo profundo, que bien puede ser lo más elemental: el mensaje del evangelio, la palabra de Cristo. La apertura de nuestro corazón al más elemental, emotivo y humano de los gestos: el amor. Y terminar por reconocer que en esta vorágine de ambiciones desmedidas, deseos de consumo insaciables, apostar toda nuestra civilización y toda nuestra cultura a la creación interminable y a la adquisición permanentemente reciclada de bienes materiales que antes de ser usados ya caen bajo la infamia de la obsolescencia se encuentra la clave de una espiral que bien podría acabar con los más eminentes logros de nuestra atribulada historia.
Desde luego: ante la histórica dimensión de la apuesta asumida por Su Santidad el Papa Francisco al frente de un esfuerzo sobrehumano por sacudir la conciencia universal del hombre y de su iglesia, pretender llevar aguas al molino del paganismo más banal, tribal y descerebrado pretendiendo comparar a un pobre hombre maltratado por la vida y sacrificado en el altar de las más espurias ambiciones de tiranos malnacidos con la maravillosa imagen de Jesucristo no puede menos que despertar conmiseración. Obtener respeto por dos milenios de historia humana parece inalcanzable para oídos menesterosos. Pobre Venezuela, con su pobre crisis. Ni siquiera el mal de muchos puede servirnos de consuelo.
@sangarccs
#Opinión: Los ejércitos papales y el poder imperial Por: Antonio Sánchez Garcia
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