Que la arquitectura es un arte es una afirmación ya bien establecida por los historiadores del arte, queriendo decir que ella debe tener valores plásticos, un estilo, cualquiera que él sea, que exprese los valores estéticos tanto de quien la diseña como de la sociedad y del tiempo en que se la construye. De hecho, hasta hace poco a los arquitectos se los consideraba como artistas y su aprendizaje se realizaba en las escuelas de bellas artes donde el aspirante se familiarizaba con las otras artes. La consecuencia de esto es que son muchos los historiadores de la arquitectura que la analizaban destacando sus características estéticas y el papel desempeñado por la personalidad de sus diseñadores, tratándolos como artistas, menoscabando las muchas otras razones de la obra y a quienes contribuyeron en hacerla posible –desde el equipo técnico que acompaña al arquitecto, el contratante, el financista, los obreros, las ordenanzas municipales, etc.- olvidando que la arquitectura es siempre un hecho social: ningún arquitecto construye solo, aunque con frecuencia, el arquitecto era un experto que podía abarcar la casi totalidad de la obra actuando como diseñador y calculista y dirigiendo su construcción, como ocurría en el Renacimiento.
Menos extendida es la afirmación de que la arquitectura es una ciencia, una aspiración que comenzó a difundirse a partir de la revolución industrial cuando la ciencia y la tecnología fueron ganando un creciente papel en la configuración del mundo. Pero la arquitectura no cumple con ninguna de las características que se requieren para definirla como ciencia. Es un objeto, un artefacto, en el que la tecnología es esencial y aunque la ciencia aparece como contribuyente de la tecnología, ciencia y tecnología no son lo mismo.
Obviamente, en la arquitectura tambien intervienen razones utilitarias. Dos mil años atrás ya un teórico romano, Marco Vitruvio Polión, dejó establecidas las tres características básicas que debe tener toda arquitectura: ser bella, aludiendo a los valores estéticos; ser duradera, vale decir, construida de modo robusto y firme; y ser útil, adecuada al uso para la que está destinada.. De balance de estos tres valores se dirá si ella es una obra de arte, un alarde de ingeniería o un objeto sin más pretensiones que el ser útil. Aunque las diferentes combinaciones de estas características es suficiente para dar una buena comprensión de la arquitectura, hay otros análisis que pueden hacerse para explicarla con mas profundidad, como es la lingüística y el materialismo histórico.
El punto débil de la arquitectura considerada como ciencia es que en ella se hacen presentes, de modo inconsciente, valores plásticos que expresan gustos y preferencias, aun si se tiene el propósito de diseñar y construir con un estricto racionalismo. Además, aunque la obra pretenda no tener valores plásticos, termina por tenerlos si aceptamos que la belleza no está en las cosas sino en los ojos de quienes la miran. La Estación Espacial Internacional ha sido construida como una obra de ingeniería y tecnología en su estado más puro, hecha para dar cobijo seguro a los astronautas, a sus maquinas y facilitar sus tareas. Pero nadie duda que la visión de ese edificio, flotando en el espacio, no sea de una belleza extraordinaria. El es, en el mejor sentido de la expresión de Le Corbusier, una máquina para habitar.
Con frecuencia se pretende minimizar las características plásticas de la arquitectura, animados por una visión muy estricta o impuesta por condicionantes muy severos, tal como los costos, la disponibilidad de materiales, la naturaleza del suelo, etc., pero tambien por indiferencia o insensibilidad. En este caso los resultados suelen ser deplorables: se crean así ambientes anodinos, deprimentes, que no invitan a permanecer en él. Hoy ocurre, con mucha intensidad, un debate entre los arquitectos que se consideran a sí mismos como racionalistas radicales y los que están hartos de líneas y ángulos rectos. A estos últimos pertenece Frank Gehry, el autor del Museo Guggenheim, en Bilbao, quien sostuvo que quienes lo criticaban por su riqueza formal eran aquellos que preferían una arquitectura sosa y sin personalidad.
El problema es que no siempre una sociedad puede darse el lujo de construir dando énfasis a los valores plásticos por encima de los valores utilitarios y tecnológicos. La buena arquitectura siempre muestra una simbiosis extraordinaria de belleza, solidez y utilidad como respuesta real a circunstancias reales y es contra el telón de fondo de esas circunstancias que la evaluaremos. Y hoy se le agregan otros valores: ser sustentable y democráticamente accesible.
Un comentario final: esta columna, La Ciudad como Tema, la escribo pensando en ese lector que hoy apenas tiene tiempo para leer, ofreciéndole un breve espacio de lectura que pretende ser amena e instructiva, aliviándolo por un momento de las preocupaciones que antes no teníamos: la desaparición de medicinas imprescindibles, de alimentos, de repuestos, las sucesivas devaluaciones y el alto costo de la vida, la inseguridad y todas estas cosas que nos está dejando la revolución bonita.