La palabra paradoja es una de las creaciones más extraordinarias del genio griego. Viene de paradoxon: inesperado, increíble, singular. Una de ellas es la paradoja de los cretenses son embusteros, que tanto influyó en el filósofo británico Bertrand Russel y que muestra la inconsistencia de las matemáticas tradicionales. Otra, muy curiosa, se le llama Paradoja del hotel infinito: un hotel de infinitas habitaciones puede aceptar más huéspedes, incluso si está lleno. Y quizás la más conocida en Venezuela y que mis alumnos de psicología en cuarto año en el Liceo Egidio Montesinos de Carora, me planteaban con mucha regularidad, la paradoja del huevo y la gallina: el antiguo dilema sobre qué fue primero, ¿el huevo o la gallina?
La paradoja Moravec
Las paradojas son muy antiguas, como hemos visto, pero recientemente se han encontrado con la llamada Inteligencia Artificial, fenómeno que nos hace temblar y nos quita el sueño.
Uno de los creadores de la paradoja de marras es Hans Moravec, nacido en Kautzen, Austria, 30 de noviembre de 1948, es un investigador en robótica en la Carnegie Mellon University. Es conocido por sus escritos sobre robótica, inteligencia artificial, y en general sobre el impacto de la tecnología en la sociedad. Se le considera un futurólogo que ha publicado diversos artículos desde la óptica del movimiento del transhumanismo. En su trabajo como ingeniero Moravec ha desarrollado diversas técnicas de visión artificial.
La principal lección de treinta y cinco años de investigación en Inteligencia Artificial (IA) es que los problemas difíciles son fáciles y los problemas fáciles son difíciles. O, dicho de otra manera: la paradoja de Moravec que explica por qué los robots y la IA encuentran difíciles las cosas fáciles, y fáciles las cosas difíciles. La paradoja de Moravec fue planteada en 1988 cuando la robótica y la Inteligencia Artificial estaban en un momento de estancamiento y no había financiamiento para nuevos proyectos, al tiempo que las ideas de Alan Turing, padre de la IA, entraban a un callejón sin salida.
Hemos logrado, especialmente con la Inteligencia Artificial, imitar los complejos sistemas de razonamiento e incluso de creatividad de nuestro cerebro. Pero -a la vez- un robot, por más extraordinario y avanzado que sea- ¡no puede hacer el nudo de las trenzas de zapatos!, acción ésta, en engañosa apariencia de sencillez por su cotidianeidad, requiere un enorme esfuerzo computacional. Fue entonces cuando apareció esa contradicción aún no resuelta: se creaban procesos de Inteligencia Artificial con cierta facilidad, mientras que las funciones básicas del ser humano eran básicamente imposibles de recrear en un robot.
Moravec no estaba solo en la búsqueda de una solución a tan peliagudo problema, le acompañaban Rodney Brooks, y estadounidense Marvin Misnky. Pero es el austriaco quien mejor lo planteó: «Es comparativamente fácil hacer que las computadoras muestren un rendimiento de nivel adulto en pruebas de inteligencia o jugando al ajedrez, pero difícil o imposible darles las habilidades de un niño de un año en lo que respecta a la percepción y la movilidad». Los robots pueden ser muy inteligentes y muy incapaces.
La salida a la paradoja la plantea Brooks de esta manera: “Si queremos construir un robot con inteligencia humana, primero construyamos un robot con anatomía humana». Por ejemplo, dice la BBC de Londres, un equipo de científicos europeos ha desarrollado un prototipo que se conoce como ECCERobot, que tiene un esqueleto termoplástico completo con vértebras, falanges y caja torácica. Pero a pesar de su enorme complejidad este robot apenas es capaz de agarrar una taza de café.
Como hago vida marital con Raiza Mujica, médico dermatólogo, me sorprende muchísimo cuando los ingenieros del viejo mundo dicen: «Un desarrollo realmente crucial será la piel. La piel es extremadamente importante en el desarrollo de la inteligencia porque proporciona patrones sensoriales tan ricos: tacto, temperatura, dolor, todo a la vez», dice Rolf Pfeifer, responsable de la construcción de tan ingenioso robot en Europa.
Volvemos a Charles Darwin
Una posible explicación de la paradoja, ofrecida por Moravec, se basa en la teoría de la evolución de Charles Darwin (1809-1882). Todas las habilidades humanas se implementan biológicamente, utilizando maquinaria diseñada por el proceso de la selección natural. En el curso de su evolución, la selección natural ha tendido a preservar aquellas mejoras en el diseño y optimizaciones. Mientras más antigua es una habilidad, más tiempo ha tenido la selección natural para mejorar el diseño. El pensamiento abstracto se desarrolló recientemente, por lo tanto, no debemos esperar que su aplicación sea especialmente eficiente.
El deliberado proceso al que llamamos razonamiento es, escribe Moravec, la capa más delgada del pensamiento humano, eficaz sólo porque se apoya en el más antiguo y mucho más potente, aunque por lo general inconsciente, conocimiento sensorial motor. Todos somos prodigios en áreas perceptivas y motoras, tan buenos que hacemos ver fácil lo difícil. El pensamiento abstracto, sin embargo, es un truco nuevo, quizás con menos de 100 mil años de antigüedad. Todavía no lo hemos dominado. No es del todo intrínsecamente difícil; sólo parece así cuando lo realizamos. Las habilidades humanas más antiguas son, en gran parte, inconscientes y por eso parecen ser fáciles.
Algunos ejemplos, dice Google Académico, de las habilidades que han ido evolucionando durante millones de años son: el reconocimiento facial, desplazamiento en el espacio, juzgar las motivaciones de las personas, capturar una pelota, reconocimiento de voz, establecimiento de objetivos alcanzables, prestar atención a las cosas interesantes; todo lo que tenga que ver con la percepción, la atención, la visualización, las habilidades motoras y habilidades sociales, por ejemplo. Algunos ejemplos de habilidades que han aparecido más recientemente son: las matemáticas, la ingeniería, los juegos humanos, la lógica y la mayor parte de lo que llamamos ciencia. Estas habilidades resultan ser difíciles para nosotros, puesto que no son para lo que nuestros cuerpos y cerebros se desarrollaron principalmente. Estas son habilidades y técnicas adquiridas recientemente y han tenido unos pocos miles de años para ser refinados, principalmente por la evolución cultural.
Asumieron que, teniendo (casi) resueltos los problemas «difíciles», los problemas «fáciles» de la visión y el razonamiento del sentido común serían pronto resueltos. Pero se equivocaron, y una de las razones es que estos problemas no son nada fáciles, sino increíblemente difíciles. El hecho de que habían resuelto problemas como la lógica y el álgebra era irrelevante, porque estos problemas son extremadamente fáciles para ser resueltos por máquinas. Las cosas que los niños de cuatro o cinco años podían hacer sin esfuerzo, cómo distinguir visualmente entre una taza de café y una silla, o caminar en dos patas, o encontrar el camino desde su dormitorio a la sala no eran considerados como actividades que requirieran inteligencia.» Se ha decidido desde entonces en la robótica construir máquinas sin cognición, pero solo con acción y detección.
Las habilidades mentales de un niño de cuatro años que damos por sentado, reconocer una cara, dice el psicólogo canadiense Steve Pinker, levantar un lápiz, cruzar una habitación, responder una pregunta, de hecho, resuelven algunos de los problemas de ingeniería más difíciles jamás concebidos … Con la aparición de una nueva generación de dispositivos inteligentes, serán los analistas de valores, los ingenieros petroquímicos y los miembros de la junta de libertad condicional puedan quedar obsoletos por las máquinas. Por otra parte, los jardineros, recepcionistas, barberos y cocineros pueden estar seguros en sus trabajos en las próximas décadas. La arrogante Inteligencia Artificial no los dejará desempleados.
La robótica en la literatura y en el séptimo arte
El escritor estadounidense y renovador de la novela gótica Edgar Alan Poe (Boston,1809-Baltimore, 1849) destapó un elaborado engaño que asombró a miles de personas. Fue considerado uno de los mejores artículos de su tiempo. El mundo estaba asombrado. Nadie había visto nada parecido en los Estados Unidos de 1827. Un robot, creado por el turco Johann Maelzel, era capaz de derrotar a cualquier humano jugando al ajedrez. Se descubrió posteriormente el engaño: un enano escondido manipulaba alfiles, peones y reinas. Matzel, cosa notable, murió en el puerto venezolano de La Guaira el 21 de julio de 1838.
En el cine nos hemos sentido maravillados con el film El hombre bicentenario (1999), basado en una novela de Isaac Asimov. Un robot, Andrew (Robin Williams) rompe la cadena de producción y desarrolla pasmosas actividades manuales, tiene sentido estético al tallar caballitos de madera que vende a muy buen precio. Cuando intenta abrir una cuenta bancaria acompañado de su propietario, le niegan la posibilidad. Fallece a los doscientos años en un cuerpo humano, manteniendo su cerebro robótico que se consume parejamente a su cuerpo mortal junto a su humana cónyuge.
A la memorable cinta Blade Runner, EEUU, 1982, le he dedicado mi atención. (Ver mi blog Cronista de Carora). En la futura y abominable ciudad de Los Ángeles de 2019, unos replicantes, robots casi humanos, cometen fechorías, un sangriento motín, que el policía Blade Runner (Harrinson Ford) intenta despejar. Se enamora de una de estos aparatos, una hermosa chica que ni siquiera sabía que era una máquina robótica. Una muy tenue línea divisoria entre biología y máquina, en una película de culto.
El ajedrez y la robótica
En 1988 se desarrolló una súper computadora llamada Deep Thought. La historia de Deep Blue comenzó en 1985, cuando Feng-hsiung Hsu, entonces un estudiante graduado de Carnegie Mellon, comenzó a trabajar en su proyecto de tesis: ChipTest, una máquina de jugar al ajedrez. Diseñada para jugar el juego-ciencia que nació en la India antigua, derrotó al gran maestro danés Bent Larsen. En 1989, disputó dos partidas con el campeón mundial soviético Garry Kasparov. En ambos encuentros, ganó el cerebro humano. Para 1996 se concertó el match entre Kasparov y Deep Blue. El campeón se impuso 4 a 2, producto de tres victorias y dos empates, pero sufrió una derrota. Un año más tarde, la versión Deeper Blue enfrentó a Kasparov, de vuelta a seis partidas, y ganó por 3½ a 2½. Un campeón del mundo ya no solamente perdía una partida, sino un match. Deep Blue podría explorar hasta 100 millones de posibles posiciones de ajedrez por segundo, según el artículo de IBM. Pero –oh, inmensa paradoja- no sabía que Deep Blue amarrara trenzas de zapatos.
Luis Eduardo Cortés Riera