#OPINIÓN Gaveta azul: Perfume de jazmín hecho música (Día mundial del Jazz) #1May

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En toda expresión humana existen géneros raíces, cuya evolución les convierte en hitos basales de su actividad y referencia determinante que les fija en  la historia, genera un status social y un espacio de influencia cultural, creando y afianzando tradiciones. Crecen y crecen,  se elevan y transforman de manera constante y no obstante conservan cual inalterable trazado que les marca; un halo, un aroma, una sutil e imborrable presencia que identifica su origen y raíz.

Pocas manifestaciones de origen artístico han surcado caminos tan extensos  y variados como esta música profunda, alegre y bulliciosa, tanto como triste  y nostálgica, de locuras barriobajeras, cultivada por solistas de altos calibres, instrumentistas de altas ejecuciones técnicas y virtuosos e intelectuales. Un vasto itinerario que ya pasa del siglo desde sus humildes orígenes en oscuros rincones del distrito de Storyville, en New Orleans, cuna  y  génesis de esta música cuyo anhelo más fiel es crear o improvisar las  más ocultas ansias de libertad, esa devastadora ilusión presente o siempre latente en todo ser humano; intento que todo cultor del género procura, haciendo lo que Armstrong dijo que era el Jazz: “Agarras una escala y la haces gemir”.

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Nueva Orleans, génesis de esta Odisea musical era a fin del siglo  XIX e inicios del XX una rica  ciudad cosmopolita donde convivían las variadas influencias socio-culturales de ancestros hispanos y franceses mezclados con sangre caribeña y culturalmente, ritos, tradiciones y ritmos africanos bantúes aportados por la doliente sangre esclava.

 En “JAZZ» (La historia completa) Jhon Scofiel apunta en el prólogo:

En 1896 una decisión histórica de la Corte Suprema cambiaría  el panorama musical de New Orleans para siempre. La ley de Separados pero iguales institucionalizó la segregación entre las razas, forzando a los músicos criollos a introducirse en la comunidad negra, donde mezclaron su dominio técnico de varios instrumentos con la música influida por el blues de las bandas negras. Juntos crearon una música que empezó a emerger en el amanecer del nuevo siglo XX. A veces más allá del ragtime o del blues, se llamó inicialmente hot music (música caliente) para denotar su naturaleza fogosa, y más tarde fue renombrada como Jass (un nombre que provenía del perfume a jazmín que preferían las prostitutas de Storyville). Hace 1.907 cuando el pianista y compositor Jelly Roll Morton empezó a mezclar el ragtime con las canciones minstrel, ritmos de blues y los bailes caribeños de La Habana (que describió como el siempre importante matiz español), el término se había transformado ya en Jazz y así ha permanecido hasta nuestros días.”

Hoy en día más de 100 años después de su nacimiento, todo gran intérprete o instrumentista: trompeta, trombón, bajo, piano, saxos o baterías,  siente y tiene una semilla del pasado bien sea de un King Oliver, un Neil Armstrong, un Jelly Roll, un Buddy Bennigan trayendo al hoy para llevar al futuro la mítica naturaleza del Jazz siempre fluyendo y al mismo tiempo cambiante como un río interminable.

Robusto y en progresión el Jazz conquista toda USA asentándose en Chicago y New York, saltó luego a Europa, se atesora en África e influencia musicalmente a todo el mundo.

Nueva Orleans en mi experiencia personal ocupa  un lugar especial. Recién egresado de la Escuela de Naútica fue el segundo puerto al que  arribé en mi vida de marino, estando en calidad de  Cadete aprendiz.  La ciudad me enamoró a primera vista.  Interrumpí mi vida de mar después de siete años persiguiendo otros horizontes donde prioriza el periodismo, profesión a la que ingresé para dedicarle casi nueve años de ejercicio. A fines de agosto del año 74, después de cortar lazos con la letra escrita de la comunicación social y haber salido con las tablas en la cabeza de varios intentos comerciales, volví a tomar mi vida de algas y olas como profesional del  mar y  mi primer viaje de esta segunda etapa me condujo a la bella ciudad de Louisiana.  

Estamos amarrados al muelle entrada la noche, casi a  tres horas de la  cena a bordo. Con la prontitud y eficiencia de las autoridades de puerto se cumplen los obligados trámites y diligencias aduaneras, sanitarias y de identificación, propias del caso.

Diez y cuarenta de la noche. Bajó al muelle y voy haciendo  cuentas mentales pero sin precisar fechas mientras camino hacia la salida. Es el mismo antiguo muelle al final de Canal Street. Pronto, muelles y almacenes serán trasladados a una zona extraurbana,  asunto del que tendríamos información oficial pocos días más tarde. Se trata de una remodelación de las zonas portuarias que se lleva a cabo en todos los puertos de la Costa Atlántica. Es notorio el caso de Baltimore con la llamada Bahía Municipal, ahora un hermoso lugar que antes ocupaban viejos almacenes, tugurios de mal vivir y muelles ruinosos.

Ha pasado mucho tiempo desde mi última visita a esta ciudad, cuando quemaba mis primeras etapas  náuticas. Rememoro, resto, sumo; son algo más de quince años que en mis oídos no resuenan en vivo las trompetas, clarinetes, platillos y el thumb, thumb, thumb, de un cuarteto típico de jazz en la cuna de esta música adorable, vibrante, dramática, profundamente humana y juguetona. Salgo a Canal dos bloques delante del río, camino hacia el norte y es Decatur, tres bloques más, paso Chartres  y Royal  para entrar al corazón del  Vieux Carré, Bourbon Street.

El viejo y famoso Barrio Francés. Ochenta y dos manzanas perfectamente regulares desde Decatur  hasta Rampart al  Norte, y entre Esplanade al este y Canal  al poniente, más el breve grupo de doce pequeños bloques de  formas geométricas diversas e irregulares que ocurren entre la primera curva de la gran “U” del  río y Decatur Street. He caminado a pasos lentos disfrutando el paseo por la amplia avenida. Me encuentro a unos doce pasos de Bourbon, un carrito de hot-dog marca la esquina.

givmiequora (give me a quarter). La mano de un brazo semi-extendido, acompaña la voz  gangosa que  surge debajo de una nariz de bulbo, full capilaridad licorosa. Le doy la moneda, 25 centavos de dólar y “veo” al personaje. No es el propio mendigo. Es un pedilón y me digo, mejor suena  “pedigüeño”. Grabó el retrato mientras me acerco al carrito esquinero y pido un Hot-dog. Fue la primera, la única y hasta hoy la última vez que he comido un perro caliente en la calle. Fue como un gesto de afirmación que esa noche necesitaba imprimir firme y sólido en todo el cuerpo, con aquella breve y común ingesta. 

Veo una “barra”; entro  y me dejo inundar por las notas de la primera tanda nocturna del show en el lugar. Después cruzo otros umbrales, cuatro o cinco más, no recuerdo con precisión.  Buscaba en particular la de Al Hirt, famoso trompetista nativo de la ciudad cuya barra ostenta como nombre el de “Muelle 66” (Dock 66). No está en temporada. Anda de gira. Nueva York, Chicago, Las Vegas, no recuerdo. Busco la barra de Pete Fountain, tampoco, hace tiempo se ha mudado junto a otros músicos famosos a una nueva zona de espectáculos de la ciudad que intenta competir, otros dicen que desplazó al Vieux Carre. Es un  sector más  moderno, sofisticado, probablemente  más chic, pero siento y creo que jamás suplantará al Barrio Francés. 

La historia, la tradición y la “cuna” no se borran tan fácilmente.  Aquí están todos los tradicionales y sigue siendo campo de experimentación y presencia de jóvenes músicos que  absorben aquí el origen y la raíz del jazz. Los estudiantes del Conservatorio de  New Orleans largan las pelusas en las muy diversas salas de esta cuadrícula musical y museística, de antiguos y hermosos salones restaurantes y pletórica de pentagramas de muchas edades, colores y tonos. Doy fin a la noche en el cuartito semioscuro  y casi petrificado en el tiempo de “Preservation Hall” a seis cuadras  de Canal, en  Saint Peters Street, casi al doblar la esquina desde Bourbon. Es la Sala de la Preservación del Jazz. Aquí se presentan los tradicionalistas a la antigua usanza. No se paga entrada,  no hay venta de licor; colaboras con algo si te place,  nadie  tiene una cesta en la mano  o vigila que lances una moneda o un billete. Hay quien entra y sale sin dejar ni un “dime” (moneda de diez centavos). Esta noche estaba la “dulce Emma”  (Sweet Emma Barret). Una voz desgarrada surgiendo de gargantas esclavas. El sur profundo de las plantaciones se destila  a través de sus gruesos labios.

Nunca pude disfrutar su voz. Causaba un dolorcito amargo muy adentro. Esas leves punzadas a las que por lo general apenas tocan, les cerramos puertas porque lastiman el corazón. Me fascina dejarme arrastrar por la música hasta el llanto, no me importa, pero en solitario o en la sólida penumbra del teatro.

Sweet Emma modula las últimas frases del blue que despide  la audición  y  los compases de cierreSu doliente canto refleja el cruel vivir de las plantaciones, donde el esclavo dejaba la vida en girones, ante el látigo furioso del amo, o en las peor ensañadas manos del capataz. Las musculosas figuras que el castigo convierte en mísera  jalea  de sangre y fibras musculares rotas no les libra de cosechar el algodón  o resguardar enseres, maquinaria y buena parte de la cosecha semanal, de la furiosa lluvia  que azotó la  plantación. 

Del castigo, la lluvia y el trabajo sin descanso, nacen las fiebres infecciosas, el desgano fatídico y la  reducción del músculo a huesos y pellejos.

La muerte es celebrada. El esclavo la siente y concibe cual regalo de liberación. Los   cánticos fúnebres retribuyen el gozo de la libertad definitiva…

Y  Sweet Emma reaparece,  ingenua, simple, austera sobre el limpio escenario donde entregó  el alma  en tres canciones  para desmigajar el corazón, cuál el  látigo del amo la  espalda  de  sus  esclavos…

Regreso a bordo y al caminar observo en la pantalla mental al borrachín pedigüeño. Me reveló varias cosas que  otras personas tal vez descubrieron con igual sorpresa. y en su novedad les repasé con visión analítica: “Las diferencias entre una sociedad  opulenta y una  paupérrima, se  observan  incluso  en los niveles de  mendicidad”. Me despedí de la imagen; internalicé la observación y volví a la pequeña Sala de Preservación del Jazz,  tomado por el punzante  dolor de la voz de Emma, que  escuche en mi piel.

No obstante remembranzas y saudade,  fue una noche hermosa. Hubo el goce de la música y también su dolor. La gama emocional del pentagrama es casi infinita. Disfruté los recuerdos de otras estadías y terminé saturado de jazz  en las barras más  añejas y tradicionales del  Vieux Carré. Y en el repaso mental, uno  observa que en el local menos publicitado o más escondido, encuentras y escuchas intérpretes de calidades excepcionales. Destacar, deslumbrar,  estar en la cima del mundo del espectáculo es otra cosa. Con tanta calidad a todos los niveles, facturan de manera adicional decenas de elementos y circunstancias que dejarán en  el camino una buena estela de frustraciones y decepciones.

Rememoré la visión de los chicos, realizando sus  diestras exhibiciones de tap en las aceras del corazón del barrio. Escuché a un magistral intérprete del banjo y me reí con la broma del  tipo que delante de un trompetista chupaba  con fruición un limón. El recuento mental y emocional de lo recién experimentado se desvaneció con unas notas de la última banda escuchada  interpretando el himno del jazz tradicional y melodía emblemática de la ciudad; “Cuando los santos van marchando”, o “Cuando los santos marchan”, traducción  válida de “When the saint go marching it”. 

Deben ser varios cientos las distintas versiones conocidas de tan popular melodía. Cada conjunto musical ensaya alguna vez nuevas formas de presentarla e interpretarla. Una de las más originales la escuché en “Dock 66”, la barra del gran trompetista Al Hirt.  Dividían el tema principal en breves secciones encadenadas por los tres vientos. Iniciaba la trompeta, seguía el clarinete,  concluía el trombón, y así sucesivamente jugando con la línea  melódica del tema principal; todo un alarde de creatividad y excelencia interpretativa.

Sonreí con amplia distensión corporal, había regresado a New Orleans, contemplado y escuchado de nuevo la hermosa ciudad. Mañana  caminaré por Chartres y Royal, la calle de los anticuarios. Por la noche pasaré a cenar en Antoine, el más antiguo de los restaurantes de la ciudad, en Saint Louis entre Royal y Bourbon; quizás disfrute un trago en   The Three Sisters o en Pat O’Briens. Estas dos barras deben ser  las más visitadas por los turistas  y visitantes  ocasionales a la icónica ciudad sita a orillas del Mississipi, donde la particular mezcla cultural de las influencias española y francesa, más el vasto volumen emocional afroamericano, represado por la violencia de la esclavitud, logro fundirse en un monumento musical incubado en los más profundos cauces del corazón humano.  

De nuevo a bordo con el olor a muelle y bodegas del buque, con New Orleans otra vez en mis ojos y en los sentidos regalando un escalpelo al cerebro que se agudiza apenas con dos o tres notas de este regalo musical que es el Jazz  en el Vieux Carré, un licor único que liban mis oídos con amorosa devoción. 

Pedro J. Lozada

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