En que las dulces ansias y las mieles celestes nos llenan el pecho de melodías, de perfumes y de sueños, instantes en los que nuestras prosas, nuestros cantos y hasta nuestros llantos se vuelven ramilletes.
Los hay en los que una canción de despedida nos empuja a mirar hacia la ruta que se nos va quedando atrás, perdida entre huellas, entre amores, entre esquelas y recuerdos.
Hay momentos en los que pensamos que el embate del infortunio sobre la vida, no podrá ganar nunca la partida, mientras florezcan rosas rojas sobre las feas cicatrices del alma.
Los hay en los que aunque la lucha sea dura, solo la risa logrará elevarnos al cielo, abriéndonos todas las puertas de la alegría, bajo el eterno radiante sol de la concordia, legado de la bella harmonía.
Hay momentos en los que pensamos que como estamos hechos de tierra y de ilusiones, es la tierra la que nos mantendrá siempre aferrados al suelo y el cielo a las ilusiones,
Los hay en los que quisiéramos haber tenido otra vida, otro destino, otro sueño, un paraíso lleno de flores, de abrazos y de glorias sobre la frente, pero siempre creciendo dentro de las fuertes raíces del ayer.
Hay momentos en los que pasamos las horas teje que teje estrellas sobre el corazón, mientras que dentro del pecho saturado de vertientes, tiemblan las plegarias, los sueños, los deseos y la esperanza.
Hay momentos en los que la única canción que escuchamos en el eterno zumbar del viento, es el susurro de las hojas muertas que arrastra el mismo soplo hasta el abismo…
Los hay de soledad, en los que no logramos traducir el silencio de los pianos dormidos ni la voz yerta y pesada de un enfermo, la trémula voz de la lluvia que golpea la ventana, como tampoco logramos traducir el porqué de la fatal alucinación de un edén evaporado…
Hay momentos en los que nos preguntamos por qué es inevitable el porvenir como lo fue el rígido tiempo pasado, por qué hay tantas cruces en los caminos, por qué nos tortura tanto el tiempo y por qué la aurora que es amanecer sigue siendo reflejo del ocaso, tiempo final y frío de la vida…
Amanda N. de Victoria