Nací durante el pontificado de Pío XI. Hasta hoy, he visto sucederse los de Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. Siete papas en mi historia de vida. Tengo la mejor impresión de todos. A algunos, los conocí en directo.
La Acción Católica, brazo secular del apostolado jerárquico de la Iglesia, la creó Pío XI; me adherí a ésta en mi juventud. Vio Pío XI la influencia negativa o positiva que podía tener la cinematografía y fundó, como medio de apostolado, la Oficina Católica Internacional de Cine (OCIC), que tuvo su filial en Venezuela, el Centro de Cultura Fílmica, al cual pertenecí.
En 1939 -tenía 13 años y vivía en San José de Costa Rica- murió Pío XI. Sin televisión, seguimos los sucesos por la radio. Recibimos alegres la elección del su sucesor que se esperaba: el cardenal Eugenio Pacelli. A principios de la década del 30, en Los Teques, oí su voz desde Buenos Aire, donde asistió como delegado papal a un Congreso Eucarístico. Fue Pío XII un gran papa, cuya profunda espiritualidad trascendía, se hacía sensible, al recibir su electrizante bendición. Tuve esta experiencia en directo, tanto en Roma como Castel Gandolfo, en 1954 y 1956. Odiado por los comunistas rusos, en hábil propaganda, éstos lo disfamaron por indiferente ante el Holocausto. Cayó en desgracia entre no pocos judíos. Incluso hasta hoy, abiertos ya los Archivos de Vaticano, donde está la verdad.
Muere Pío XII en 1958 y es electo Juan XXIII. Corto reinado -4 años- pero fecundo. El pueblo lo llamó el Para Bueno. Convocó el Concilio Vaticano II. Trascendente. Hubo cambios y propuestas que le dieron vigor contemporáneo a la Iglesia. En 1962 el desarrollo del Vaticano II recayó sobre su sucesor Pablo VI. En esos momentos, la figura del Papa gozaba de mucho prestigio mundial. Lo desafió valientemente Pablo VI: en 1968 sacó su encíclica Humanae Vitae para defender la vida, como tocaba y sigue tocando a la Iglesia. Por supuesto, tuvo un rechazo general de los partidarios del control de la natalidad. Lo vi y oí en Roma los años 1964, 1973 y 1976.
Brevísimo reinado de 33 días el de Juan Pablo I que sucedió a Pablo VI en 1978, pero también fecundo. En cuatro catequesis desde la Cátedra de San Pedro, junto a su inolvidable sonrisa, dejó invalorable doctrina. Lo siguió Juan Pablo II, ese mismo año, de quien poco hay que hablar, pues su carisma y arrastre llegó a todos los rincones del planeta. Le dio a la Iglesia una de las páginas más brillantes de su historia. Lo conocí en Manaos y Caracas. Después vino Benedicto XVI, ya en el siglo XXI -2005-, desconocido para muchos, pero un gran teólogo, el más importante de lo últimos siglos, cuyas encíclicas son una joya de doctrina y humanidad. Ningún católico debería dejar de leerlas. Su renuncia al papado, reconociendo su incapacidad para soportar el peso de las Iglesia, es el acto más valiente y heroico de papa alguno. En 1977 recibí en Munich la comunión de las manos del cardenal Joseph Ratzinger, arzobispo de la ciudad.
Tengo una palabra para definir a cada no de estos pontífices: Pío XI, el respetado; Pío XII, el calumniado; Juan XXIII, el amado; Pablo VI, el criticado; Juan Pablo I, el fugaz; Juan Pablo II, el aclamado; Benedicto XVI, el desconocido. Y en cuanto al último, Francisco, el vilipendiado. Llegó al papado en 2013.
Jamás había caído tanta saña sobre un papa contemporáneo. Critican todo cuanto pretenden que dice o no dice, que hace o no hace. Pretenden, porque se toman titulares mal intencionados, fuera de contexto, ni siquiera terminan de leer la noticia donde aparece la verdad; ni van a las fuentes del Vaticano, allí día a día se ve cómo Francisco se ocupa de dar criterio sobre todos y cada uno de los conflictos mundiales. Posiciones políticas no, por supuesto, ni puede ni debe hacerlo, su mandato es católico, universal. Unos lo acusan de comunista, otros de nazista. En su decidida opción por los pobres y los pecadores, sigue a Jesucristo, a la Doctrina Social de la Iglesia. Es jesuita, pero no escogió el nombre de Ignacio, sino el del pobrecito de Asís para su pontificado. Su actuación como jefe máximo de la Iglesia Católica es sincera, auténtica, limpia, santa, libre y acertada.
Alicia Álamo Bartolomé