Lectura
El concierto fue de música barroca, al piano el ejecutante tocaba música de Bach; no concedió receso. Estábamos en el festival Bach en Leipzig. Terminada la ejecución, el programa, todo de negro, se levantó del asiento, se colocó frente al público e inclinándose produjo un ángulo de noventa grados. Frenético el auditorio con sus aplausos terrminó con el silencio y la calma que privaba durante la audición. Toda la asistencia fijaba la mirada en el escenario. El concertista se retiró, pero los aplausos subieron de intensidad ante su ausencia. El público, en estos casos, cuando la complacencia es total, reclama un bis. El concertista regresa al escenario, el entusiasmo invade al auditor. El aplauso es entonces más frenético. Se repite la genuflexión. Los aplausos se incrementan en intensidad, no es posible concebir un ápice de silencio ante tanto alborozo. El concertista repite su gesto genuflexo y recibe un ramo de flores. En agradecimiento ante el presente, sonríe. El público le dirige sus miradas como anhelante e interrogativas. Los aplausos no cesan, el frenesí es total. Es patente la manifestación de volverle a escuchar. La gente se mira y vuelve la mirada al escenario como si con la suma de miradas concentradas la audiencia demandara, casi implorante, la necesidad que siente el auditorio de oírle. Es como si se le otorgara autorizada licencia para que volviese, conmovido o no, al piano. El aplauso continúa frenético y obsesivo. El público exige, el público quiere continuar oyendo a Juan Sebastián Bach. El concertista con su manifestación de agradecimiento vuelve al escenario y repite la genuflexión. La euforia de los asistentes aumenta en lo cerrado del aplauso. Hay sonrisas que se manifiestan en los rostros anhelantes de más música. El concertista se retira. Es una incógnita presumir que habrá de regresar; sin embargo. La intensidad de los aplausos reclama de nuevo la presencia del concertista. Se presume, tal vez, sin que el redactor de la crónica goce de poderes extraordinarios, que prediga que el ejecutante, el hombre de negro, ante tanto reclamo, regrese.
Allí está nuevamente; una mano sobre el borde del piano, erguido, con un rictus de Giocondo. Los aplausos no cesan; los aplausos ya no son una demanda por un bis; los aplausos son ahora un reclamo. Erguido, impertérrito, permanece en la misma posición por unos angustiantes y cortos segundos. Sin más comprensión entre pianista y asistencia, el pianista concluye por retirarse. El público lleva más de veinte minutos aplaudiendo. El aplauso ha recorrido todos los matices. El frenesí, la emoción, la intensidad y hasta el paroxismo fueron las cambiantes señales de satisfacción, de gusto y hasta de placer. El público hubo de identificarse con la música barroca de Bach. Tal vez, es remotísima la posibilidad de que otro concertista especializado en la música del autor del clave bien temperado vuelva a ejecutar solamente música de Bach. Il crescendo del aplauso se fue apagando como un diminuendo; las manos agotadas cedieron; el silencio entre murmullos y discretos comentarios volvió de nuevo a la sala.