De la mano de Clio y con la ayuda de diversas notas y apuntes sobre música (obras, autores, épocas) y cuanto pueda rescatar de la memoria, tomemos un respiro y disfrutemos un paseo por algunos pentagramas, con la advertencia de exponer las impresiones de un melómano sin pretensiones de pontificar.
Me apasiona oír música y al escucharla dejarme llevar por cuanto expresa. De preferencia soy ecléctico. Folklore, jazz tradicional (New Orleans/Chicago); música del Barroco, período clásico, etc. Fan de la trompeta, el violín, la voz humana y de los grandes creadores: Bach, Bethoven, Brahms y todos los demás, ecléctico al fin. El de Bonn y el excelso romántico de Hamburgo fueron los primeros compositores académicos de los que tuve noticias y de quienes escuché las primeras obras. Beethoven en un programa radial nocturno a escondidas, cuando todos dormían y, a Brahms, infaltable cortina musical previa a las funciones de vermouth y matineé del Roxy, en un Maracay pueblerino del mil novecientos Rómulo Gallegos.
Adulto mayor, en ocasión que no fijo en el tiempo, escuché o leí a un crítico afirmando –va en paráfrasis— como Beethoven se peleaba a dentelladas con la melodía por su pobre capacidad en ese campo. Seguro quien dio esa opinión sabía mejor que un aficionado de lo que hablaba, aun así me sorprendió y me ha parecido cada vez más, un soberano disparate. A partir de entonces me di a la tarea de escuchar más Beethoven que de costumbre.
De cuanto he fijado atención y escuchado estoy convencido que las claves más sencillas y elementales para entender y comprender la grandeza y colosal magnitud de Beethoven como creador musical está en dos de sus magistrales obras sinfónicas; la N° 7 (En Do mayor, Op, 92) y N° 8 (en La mayor, Op, 93); trabajos probablemente creados como objetos de afirmación gritando a viva voz, aquí están estructurados en forma definitiva los conceptos claves de mi creación musical. No son todos, pero sí suficientes para pensar que esas dos obras fueron laboratorios donde formuló la compleja alquimia de sus estructuras musicales, confesando su dimensión creativa al poner en juego los principales elementos de su revolucionaria concepción de la composición y al mismo tiempo mostrar al oyente como se liberaba magistralmente de la tiranía del melos a objeto de crear la estructura formal de la obra apoyado solo en el metro, pero sin dogmatizar, logrando en varios de los pasajes de ambas composiciones, particularmente el movimiento final de la 7ma y el primer movimiento de la 8va una simbiosis perfecta de melos y metro para crear una de las más poderosas y expresivas estructuras musicales que se han encontrado en un pentagrama y generando explosiones de energía analógicamente comparables a estallidos de tormenta.
Al decir que estas dos sinfonías resuelven de la más bella manera y enérgica forma el núcleo raíz de su búsqueda creativa, no significa que puedan situarse como un antes y un después. Beethoven es el creador que desde sus primeros escarceos musicales está empeñado en un lenguaje musical propio, suyo, indiscutible y en el intento de forjar una manera expresiva particular, trabaja arduamente desde sus inicios hasta comprender de manera concreta y definitiva cómo desea y con qué forma estructural decir, lo que dicta su alma de creador.
Oyendo sus creaciones musicales encuentro en la 7ma y 8va sinfonías un umbral que le permite pasar definitivamente a una nueva forma de expresión. No habrá más búsquedas formales. A partir de la 8va hay un Beethoven creador único, desatado de la línea melódica tradicional, esa que otros intentaron dejar atrás –Schubert; Brahms, Bruckner– con hermosos y algunos bien logrados intentos, pero que no llegaron a conformar un nuevo conjunto normativo para la forma musical.
Schubert, por ejemplo, que no escuchó ninguna de sus composiciones orquestales –murió prematuramente a los 33 años– no pudo apreciar el resultado de su atrevido e ingenioso manejo de la forma. Sus líneas melódicas no las configuraba una voz solista, que luego repetiría otra voz instrumental en los vientos-madera, los metales o un coro de cuerdas. Fragmenta sus melodías graciosamente entre varios instrumentos o desde las cuerdas, sectorizando siempre el trozo melódico. Posteriormente Bruckner desarrolló el mismo tipo de composición ampliando sus alcances.
Por su parte Brahms, en su música de cámara parecía multiplicar sus líneas melódicas desde muchos instrumentos a la vez, acudiendo al expediente de sincronizar en un mismo grupo de compases, la melodía original, a la que sobreponía variaciones de la misma desde otra voz instrumental afín o de un duo o trio de la misma familia, generando un océano de música con la mayor economía de recursos posibles.
Cabe ahora una pregunta. Por qué ese empeño de apartar o depender menos de la tiranía melódica tradicional para construir el tejido formal que albergará el contenido musical propuesto por el autor, sea ésta la abstracta y pura expresión musical (valga decir Bach, y algunos nítidos trozos mozartianos) o la vasta narrativa musical que en algunas de sus obras crean el mismo Mozart o Vivaldi.
Tres grandes monstruos de la creación musical precedieron a estos jóvenes impetuosos que se propusieron liberar la creación musical de la tiranía melódica formal. El ciclópeo Johan Sebastian, el gigantesco Amadeo y el no menos inmenso veneciano Antonio Vivaldi.
Bach es sinónimo de música, líneas melódicas absolutamente abstractas. Todo y solo música. No existe en Bach el mínimo indicio narrativo y el metro en su música es pura estructura, enlaces, compaginación, redes de articulación con el grado de perfección de la cristalografía, al punto que es imposible determinar a primera vista, audición o lectura, un grado o actitud formal de ejecución. Es necesario oírlo muchas veces, estudiarlo, concentrarse en su océano melódico envolvente, como lo pregonaba y practicó el genial Pau Casals. El excelso cellista advertía acerca del cuidado y atención para la interpretación de Bach y decía a sus alumnos que era un atrevimiento inconcebible intentar tocar a Bach sin un profundo estudio de cada detalle de la obra para poder expresar la gloriosa y alta musicalidad que encerraban sus partituras, cuya perfección estructural dificulta al ejecutante –y desde luego al oyente— identificar el umbral forma-contenido-forma, obstaculizando la obtención de la gran riqueza expresiva de sus monumentos musicales.
Tan altos logros de perfección alcanzó Bach en sus composiciones que en el siglo XVIII crea música progresiva pura, una supuesta invención del rock de finales del siglo XX. Oigan de nuevo los conciertos de Brandenburgo, en particular los N° 3 y 5 y disfruten el obstinato in crescendo de los dos últimos movimientos de cada uno de los conciertos citados.
Después nos encontramos con Mozart, cuyas composiciones surgían de su numen creativo con la misma facilidad con la que respiraba. Desde la tierna edad de cinco años, cuando compuso sus primeras breves obras, hasta desmayarse enfermo, el 20 de Noviembre de 1791 y morir 15 días después a menos de dos meses de cumplir sus 36 años, deja a la posteridad más de 700 composiciones entre las que se cuentan 42 sinfonías, 23 conciertos para piano y orquesta, sonatas para piano y violín, conciertos para clarinete, flauta, trompeta, tríos, cuartetos y quintetos para música de cámara y óperas consideradas obras maestras del género como “Las bodas de Figaro”, “El rapto del serrallo”—todo un reto en contra de la opinión de los entendidos, en particular sus detractores. Que locura, cantar una ópera en alemán (mayor disparate…la ópera solo puede ser cantada en italiano…) “Don Juan”, “Idomeneo”; “La clemencia de Tito” escrita durante el lapso en que se preparaba la producción de la monumental “Flauta Mágica”. El empresario, su socio para ésta última, casi se enloquece cuando Mozart le dice que debe ir a Praga a cumplir un compromiso.
—“No puedo renunciar a 200 Ducados”, apunta Mozart, siempre apremiado de dinero.
Un maratònico tour de force de 18 días y sus noches, en Praga, y concluye la obra comprometida. Decenas de veces dio muestras de su enorme capacidad de trabajo y de la facilidad con la que surgía de su ser, música a raudales.
En una ocasión compone para la virtuosa violinista de Mantua Regina Strinasacchi, la Sonata en Si bemol para volìn y piano. La audiencia, entre la que se encuentra un Emperador y lo más granado de una sociedad amante del arte, en especial de la música de altos vuelos, oye extasiada aquel delicado despliegue de amoroso diálogo instrumental; pero Mozart no miraba la virgen partitura ante sus ojos. No había concluido la parte del piano e improvisaba genialmente… notaciòn que llevarìa luego al pentagrama sin que se le escapase un arpegio o destacar un trino.
Sus capacidades melódicas eran inagotables y se daba el lujo –confesado por él mismo a un amigo, de escribir a dos niveles en la misma obra. Un nivel “a” de melodías fáciles y muy digeribles para el público grueso y un nivel “b” que satisfacía sus propias exigencias musicales y las del público conocedor, “en tan perfecto equilibrio y armonía que nadie lo percibe y todos lo aceptan”…
Como dijo una vez el eximio musicólogo caraqueño, Profesor Calcaño, comentando las supuestas genialidades de niños prodigio a los que pretendían comparar con Mozart.
–Eso es una barbaridad… la precoz genialidad de Mozart y la magnitud de su obra no tienen comparación; él era de otro planeta…
Y ahora tenemos al “prete rosso” Antonio Vivaldi, melodista de tan altísimas facturas que es imposible oír cien veces cualquiera de sus obras maestras y no encontrar en cada ocasión un matiz diferente, un nuevo “color” armónico que en las pasadas 99 audiciones anteriores no se percibió.
La obra musical de tan eximios y geniales melodistas se convirtió en reto y estímulo para los nuevos compositores, celosos guerreros de sus potenciales armas creativas, pero que enfrentadas a un Bach, un Mozart o un Vivaldi –los ejemplos para sostener el fondo argumental de la búsqueda de nuevas formas estructurales creativas— pasaban por inofensivas piedrecillas incapaces de mellar ni siquiera la brillante pátina primaria de una chacona de Bach o del Prete Roso, o los laberínticos matices del sub-texto melódico mozartiano, castigando duramente los egos artísticos nacientes.
Desde luego debes contar al frente de la orquesta a un director cuya lectura del pentagrama beethoviano ante sus ojos, revela la profundidad contrastante encerrada en esas notas, aspecto plenamente logrado por Sergio Celibidache al frente de la Filarmónica de Munich, en una grave y profunda interpretación revelando hasta el mínimo matiz, el logrado proyecto creativo del genial sordo. Maestros de la batuta como Pierre Boulez, Otto Klemperer, Karl Bohm, Von Hainit, tienen lecturas extraordinarias de las inmortales obras del gigante de Bonn. Y uso el calificativo que se le ocurrió al divino Johannes Brahms en una ocasión de comentar unos trabajos suyos.
–Nadie se imagina lo que significa para un hombre como yo, caminar detrás de un gigante.
En los últimos tres decenios han surgido nuevos valores ocupando el podio de la conducción orquestal, como Zubin Metha, y Daniel Baremboin, de quien no sabemos decir si es más grande y significativo con la batuta en la mano o frente al teclado.
Ludwig Van Beethoven, no se encuentran formas apropiadas para alabar su obra musical. Pero podemos dar una somera idea de su significado en la historia de la música, mediante una apropiada comparación. En la historia de la expresión creativa de los sentimientos, las emociones y pasiones del ser humano por medio de la música, Beethoven es al pentagrama lo que fue Shakespeare a la literatura.
Por otra parte vale citar, cerrando estas digresiones por los predios de Clio, el explosivo impacto generado en el mundo musical por la genial creación “MADE IN VENEZUELA” del maestro Abreu, instrumentando una nueva metodología de enseñanza que transformó total, completa e integralmente el universo de la música al marcar radicalmente un ANTES y un DESPUÉS del Sistema de Orquestas y Coros Infantiles y Juveniles, señalando un hito cultural cuya magnitud crece día a día con mayor fuerza y pide a gritos un profundo estudio de su influencia mundial, que debería contar en sus prolegómenos con antecedentes como el método de enseñanza empleado por Doralisa de Medina, tan injustamente olvidada y otros pioneros como el odontólogo y músico Juan Martinez Herrera quien al frente de la Casa de la Cultura de Carora, estimuló la vena creativa de la juventud larense contratando destacados músicos chilenos. Además, citar la silenciosa siembra de inquietudes musicales y artísticas impartida en otras ciudades del país por obreros culturales que desde su humilde anonimato son raíz oculta del actual fenómeno musical venezolano.
(Se agradece la colaboración del Lcdo. Luis Alberto Rosales)
Pedro J. Lozada