Distintas aproximaciones son pertinentes al abordar la cuestión, nada fácil de resolver, del rechazo que las generaciones contemporáneas expresan hacia quienes desempeñan tareas políticas y sobre todo partidarias en sus distintos países. Lo que en modo alguno quiere decir, incluso afirmando aquellas lo contrario, que sean indiferentes a lo político. ¿O no es acaso la protesta de los indignados una manifestación clara de activismo?
En el caso venezolano es constante de su experiencia social y remota el descarte cotidiano de políticos y su conjura, en nombre de la política: “Fue aquí donde el Barón de Humboldt oyó a los nativos hablando de política”, escribe en su diario Sir Robert Kerr Porter.
A través de las encuestas que emprendiese Naciones Unidas a inicios del presente siglo – La democracia en América Latina: Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos (2004) – se nos han vendido conclusiones que podríamos sintetizar en tres ideas: la del desencanto democrático, la de trastornar el lenguaje para separar a las mujeres de los hombres, y la de la promoción de Estados fuertes para paliar las insatisfacciones colectivas. Ayer pavimentaron el camino del socialismo del siglo XXI, hoy el del progresismo globalista.
Desde la academia se predica, aquí sí y con fundamento, la muerte de la ciencia política, como lo hace con reflexión aguda César Cansino, profesor de la Universidad de Puebla. Acota sobre la insuficiencia e incapacidad del método científico y experimental – propio de la escuela norteamericana – para abordar problemas humanamente complejos como los políticos y el del ideal y la calidad de la democracia; tanto como señala la deshumanización de quienes plantean un «constructivismo radical» a partir de la observación de las realidades, separándolas de las impresiones humanas. Así les ocurre a los políticos de Power Point.
Lo cierto es que tal perspectiva deshumanizadora de la política se toca por la cola con el deconstructivismo cultural en boga a partir de 1989, por querer destruir los fundamentos antropológicos de la política. Acabar con los sólidos culturales, borrar de la memoria colectiva toda raíz – no por azar se derrumban las estatuas de Colón, se pide a los españoles que nos indemnicen por habernos descubierto cuando éramos miríadas de naciones indígenas dispersas, y al cabo se queman las iglesias e imágenes que dan cuenta de nuestra tradición cristiana – como para que todos a uno, recreando a White Wilderness (Infierno blanco), seamos internautas suicidas por desmemoriados, sin partidas de nacimiento, nos torna extraños e insensibles los unos a los otros y a nuestro destino común.
Recién se le atribuye al escritor y sociólogo Tulio Hernández haber escrito que se lapida sin piedad ni razón a los actores políticos, pues han hecho imposible con sus menesteres la reversión de tragedias como la venezolana. Pero el asunto, como lo digo al principio, no puede despacharse sin más, limitándolo a desafiar a los críticos.
El populismo progresista cree posible y se empeña – para ello siguen experimentando con las vías constituyentes – en forjar democracias sin libertad y asignar derechos humanos al detal, sin la garantía de un Estado de Derecho; por lo que igualmente vale la apreciación de Klaus Stern, a saber, que “el derecho sin política es como navegar sin agua, pero la política sin derecho es como navegar sin brújula”.
En fin, volviendo a Hernández y a su radiografía, todo se ha hecho y experimentado políticamente, con todo lo que rezan los manuales de la experiencia partidaria para frenar la caída venezolana hacia el abismo de la nada, durante los últimos 20 años. Y nada ha cambiado, ni siquiera coludiendo, cohabitando, e incluso tolerándose al mal absoluto desde adentro y desde afuera.
Siendo así, si a la Venezuela enferma se le han administrado todas las medicinas que indica el vademécum y ninguna le repara, o estamos en presencia de un paciente terminal, o el diagnóstico de lo venezolano es errado.
Como lo creo, la crisis de la política que no supera Occidente, dicho en trazos gruesos es la obra de lo inédito de la experiencia del hacer política en medio de la deconstrucción y en naciones deshilachadas y sin raíces comunes – como la que ahora proclama el proyecto constitucional chileno.
El problema de fondo es que al haberse dejado de discernir sobre lo que es o no es política o propio del espacio público: la revolución digital rompe los muros de la esfera privada para tirarlos y dejarlos correr como agua en medio de la calle, no quedando para la reserva y todo se cotillea, acontece lo que apunta Carl Schmitt: “Cuando todo es político nada es política”, se vuelve arbitrariedad, diletantismo, ejercicio estéril.
En efecto, en contextos en donde todo se debate públicamente – encontrándose purgados hasta los espacios de intimidad, por obra propia de los mismos políticos y por desenfadados e impudorosos – y en los que hasta los más moderados internautas pretenden que el Estado resuelva sobre sus intimidades, sus disfuncionalidades sexuales, sus rupturas afectivas o soledades, sus creencias panteístas o sus empeños por hablar como extraterrestres, o como lo promete Nicolás Maduro, hasta cortarse el bigote si no cumple, no hay ciudad posible. Hay sólo desorden, regresión, primitivismo, ajustes de cuentas, colusiones, arbitrariedad, barbarie.
Occidente, vuelto rompecabezas, corre apresurado hacia su cosificación para hacerse dato de los algoritmos de la gobernanza digital o volverse parte dependiente de la Pacha Mama. Hacer política dentro de los metaversos y en el descampado, sin mirar en sus ojos a la otredad, es como recrear el mito platónico de la caverna. Todos a uno, al término, miramos como realidad a nuestras propias imágenes, proyectadas en la oscuridad.
La ciudad o polis, en suma, implica siempre «lugarización», asiento de las gentes y las familias, y su cultura o reglas y el Derecho que nos rige son la obra del tiempo que transcurre. Más bajo el dominio de lo digital no hay espacio sino virtualidad, no hay tiempo sino instantaneidad.
Asdrúbal Aguiar