#OPINIÓN Postales del valle #30Jun

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Hace algunos años, cuando Venezuela conservaba algunos retazos de su antiguo poderío industrial, yo trabajaba en una fábrica de morteros adhesivos cerca de La piedad – Palavecino. Por ende, tenía que hacer diariamente la ruta Barquisimeto – La piedad en una de esas busetas que recorrían la intercomunal y seguían recto, hasta Acarigua. Demás está decir que, para llegar a mi destino había que atravesar el tramo del valle del turbio. Recuerdo con claridad que la buseta bajaba como gateando por la bajada de Santa Rosa, y desde ese sitio uno podía divisar el valle envuelto en niebla, como una enorme mota de algodón bajo el fulgor del amanecer. A continuación, la buseta llegaba a la redoma de la Divina Pastora y a partir de ese momento se saturaba de una fragancia vegetal y la niebla fresca se colaba por las ventanillas entreabiertas. No había necesidad de levantar la cabeza para saber que entrábamos al reino hermético del valle del turbio, pues el mundo adquiría otra tonalidad y los primeros rayos de sol se filtraban a cuchilladas por entre los altos árboles. Soy bastante repelente a la superstición, pero debo admitir que cuando el valle del turbio estaba deslumbrante, me quedaba la sensación insondable de que el día iba a ser bueno, indiferente a cualquier contrariedad. En concreto, para mí, y acaso para todos en la buseta, atravesar el valle del turbio al amanecer era como tomarse un café muy fino de esos que acarician el paladar o una bebida energizante.

Alrededor de ese mismo tiempo, vi una entrevista impresa del maestro Armando Villalón, llamado el pintor de las brumas por quienes han seguido de cerca su trayectoria artística. En una de las respuestas, el maestro Villalón expresó algo como que el valle del turbio era la musa que inspiraba su arte, o que era el sustento secreto de su arte. No tuvo que decir más nada, porque de inmediato asocié su respuesta a las instantáneas fugaces que veía por la ventanilla de las busetas en el frío sedoso de las mañanas y entendí en el acto, que esa energía indescifrable que emanaba del valle del turbio cada día, tenía la misma materia de un sentimiento, es decir, algo recóndito y secreto que podría ser el germen de una obra artística.  Confieso que no era aficionado a las artes plásticas, pero desde ese momento me hice un admirador sigiloso de la pictórica del maestro Villalón, especialmente de los paisajes que retrataban el valle del turbio, porque me generaban la misma fiesta de los sentidos que vivía en las mañanas.

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Todo esto lo traigo a colación, porque hace un rato me encontraba recalentando la comida que me había dejó mi esposa para el almuerzo y tenía el televisor encendido reproduciendo una lista de música aleatoria. De pronto comenzó a sonar lo siguiente:  voy de petare rumbo a la pastora / contemplando la montaña que decora a mi ciudad / llevando matices de la buena aurora / con la fauna y con la flora de un antaño sin igual / y sabe Dios los pintores, las paletas, cuanta pluma del poeta / cuántos ojos encontraron un momento de solaz / y digo yo vas regalando al día / carga de buena energía / vas haciendo más humano mi sentir y mi cantar. La canción, por supuesto, era Canto al Ávila de Ilan Chester. Simultáneamente, me sentí como levantado en vilo por una fuerza insondable, y dejé caer los cubiertos y me coloqué frente al televisor. Y a través de los acordes de la música, me vi a mí mismo, de nuevo, en aquellas busetas matutinas que atravesaban el valle del turbio, y volví a percibir el olor a grama recién cortada que destilaba el valle, y vislumbré de nuevo, y tal vez para siempre, el amanecer destellante de Barquisimeto, de Cabudare, de Lara entero. Cuando acabó la canción, sentí unas ganas irreprimibles de besar a mi esposa, de visitar a mis viejos en la Macias Mujica para tomar café con pan de Aguada Grande, de jugar beisbol con mis hermanos en la cancha de la esquina.

Recientemente, he visto en las redes sociales un debate acalorado y estéril sobre lo que significa buena música y mala música. Sospecho personalmente, que la música de Ilan Chester, o específicamente esa canción, no pertenece a ninguna de estas categorías. Sospecho que ya estamos ante una categoría superior, ante una pieza de arte en estado puro, pues si el objetivo implícito del arte es generar una respuesta, la canción de Ilan Chester lo logra en casi todos los que la escuchan. Creo sin dudas, que Ilan Chester quiso homenajear al Ávila, pero hizo una pieza que trasciende ese horizonte, una pieza venezolana en sentido integral, que yo puedo asociar de manera total con el valle del turbio de mi ciudad, y que otros venezolanos podrán hacer lo mismo a escala local. 

Y, por extensión, pensando en el arte del maestro Villalón y el arte de Ilan Chester, vislumbré que tal vez el arte también se puede clasificar, y el valle del turbio pertenezca a una categoría superior de arte, y desde ese alto pedestal vigila los anhelos y fracasos de los barquisimetanos y palavecinences. Se que el valle ha entrado en una fase de lenta decadencia provocada por la barbarie gubernamental, pero me atrevo a asegurar que el valle del turbio es eterno, o por lo menos su esencia, esa que se percibía en las busetas matutinas y que acaso provocó los delirios tropicales de Juan de Villegas, es eterna. En sentido riguroso, ya es eterno en los lienzos mágicos del maestro Villalón, donde existe un testimonio vivo para generaciones actuales y venideras.                        

Felix O. Gutiérrez P.

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