Eymar Hernández era policía en Venezuela. En enero, 18 miembros de su familia, repartida entre Táchira y Barquisimeto, abrieron un grupo de WhatsApp para compartir pesares y problemas diarios. Tres meses después estaban planeando su salida del país.
El miércoles, después de cruzar irregularmente las fronteras de siete países y atravesar ríos y selvas, uno de los ocho menores de la familia, Valesca Pires, de dos años, tuvo que ser hospitalizada en el sur de México con convulsiones por fiebre después de caminar bajo el sol y la lluvia.
“Si es fuerte para un adulto, ahora imagínese para ella”, decía su padre, Wilber Pires, mientras buscaba las medicinas recetadas y después de haber pasado la noche durmiendo en el suelo de una cancha cubierta junto a sus primos, sobrinos, tíos y cuñados, con quienes esperaba volver a lanzarse a caminar el jueves.
Los Hernández y Pires son una familia extendida de las muchas de venezolanos que conforman la caravana que partió el lunes de Tapachula, casi en la frontera con Guatemala, en protesta por la lentitud de los trámites para poder migrar de forma regular pero también para llamar la atención de los líderes del continente que esta semana se reúnen en Los Ángeles para, entre otros temas, hablar de migración.
El grupo, conformado por unos 5.000 migrantes, supone la caravana más grande formada este año y, a diferencia de ocasiones anteriores, la mayoría de sus integrantes son de Venezuela, de donde miles han salido para huir de la crisis social, económica y política que vive.
Hasta enero, muchos venezolanos que migraban volaban cómodamente como turistas a Ciudad de México o Cancún y luego se dirigían a la frontera con Estados Unidos para cruzar de forma irregular. Muchos hacían ese trayecto en sólo cuatro días. En enero, la Patrulla Fronteriza expulsó a venezolanos en casi 23.000 ocasiones.
Las cosas cambiaron cuando México empezó a pedirles visa para entrar. Las interceptaciones en la frontera con Estados Unidos cayeron a poco más de 3.000. A la vez, crecían las solicitudes de asilo en México. Hasta junio, unos 5.000 venezolanos pidieron refugio frente a los menos de 4.300 de todo el año pasado.
El flujo de venezolanos ha continuado aunque de forma más peligrosa y en la clandestinidad.
Desde enero, más de la mitad de los 34.000 migrantes que cruzaron el Darién, la selva que separa Colombia y Panamá, eran venezolanos, según el Servicio Nacional de Migración de Panamá.
Para los Hernández y Pires, cruzar la selva fue lo peor del trayecto. Algunos migrantes incluso mueren en ese tramo del viaje. Eymar Hernández, el mayor de la familia, tuvo suerte. Se desmayó el primer día de la travesía en medio del fango, hierba espesa, ríos caudalosos y alimañas.
“Lo tuvieron que ayudar, darle sueros, echarle aire, se puso muy mal en la selva”, dice Flor de los Ángeles, su hija de 11 años, con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos. “Me dio mucho miedo esa parte”.
La familia sopesó durante meses lo duro que era sobrevivir en Venezuela, con los precios subiendo sin parar, los cortes de luz y los cada vez más limitados servicios básicos, hasta que finalmente se decidieron. Eymar Hernández vendió todo lo que tenía para costear el viaje y dejó su puesto de 16 años como policía.
Su primo, Wildre Pires, no dudó en unirse. En Venezuela ganaba de tres a seis dólares a la semana como herrero y no le daba para mantener a su esposa y dos hijos. “Si me preguntas para qué alcanza: un kilo de arroz, un kilo de pasta, un kilo de frijol y ya se me iban los seis dólares”, explicó.
La familia salió de Venezuela a finales de abril y tardó 15 días en cruzar siete países y llegar a Tapachula. Ahí fueron a las oficinas para solicitar asilo pero la cita para iniciar el trámite se la daban en julio y no tenían suficiente dinero para poder esperar tanto tiempo en una ciudad donde el trabajo y la vivienda asequible escasean, por lo que se unieron a la caravana.
“La meta es Estados Unidos”, dijo Pires. “El sueño es trabajar y poder mantener a más familiares que se quedaron en Venezuela”. Jenny Villamizar, esposa de Hernández, indicó que ahora la incertidumbre es constante y temen no poder continuar.
La situación de Jesús Enrique González, otro venezolano que viaja con diez familiares, incluidos sus siete hijos, es similar. Con el dinero que ganaba como carnicero en su país no llegaba a fin de mes, así que se fueron. Llevan dos meses viajando y desde el paso del Darién, González alterna las muletas con una silla de ruedas porque en la selva se rompió un pie.
En los últimos meses las autoridades mexicanas optaron por desactivar las caravanas ofreciendo a los migrantes autobuses y la posibilidad de regularizar su situación en otros estados. En esta ocasión también se iniciaron negociaciones entre autoridades y los activistas que representan al grupo para buscar posibles salidas de regularización, conversaciones que el miércoles continuaban.
“Esto es una angustia terrible, no saber qué vamos a poder lograr, qué vamos a poder hacer”, dijo Villamizar.
Encontrar un consenso sobre la gestión de los flujos migratorios en la región era una de las principales prioridades de los representantes reunidos esta semana en la Cumbre de las Américas en Los Ángeles.
A ellos, Eymar Hernández les dirige un mensaje: “Nosotros no queríamos abandonar nuestro país, pedimos que nos ayuden, que resuelvan la crisis para que podamos volver… Queremos trabajar”.