#OPINIÓN El juez y la democracia #28May

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En diversas formas y con diversa intensidad “la importancia política y social de la justicia debe ya computarse entre las características que comparten todas las democracias”. Como nos dicen Guarnieri y Pederzoli en Los Jueces y la Política.

La sociedad no es agregación desordenada de habitantes. Su organización y desenvolvimiento ordenado, requieren de institucionalidad privada y pública. La institucionalidad democrática es para garantizar la vida libre, pacífica de las personas y servir de marco para su progreso en todos los órdenes. Ciudadanía organizada, alerta y participante y poderes públicos al servicio de todos, en el marco de sus atribuciones. Pilar de una democracia es una administración de justicia independiente e idónea que resuelva imparcial y honestamente, en el marco de su competencia, los conflictos que naturalmente pueden presentarse entre los ciudadanos, entre éstos y el poder público o entre los órganos del poder público entre sí. A esa idea sirvió con distinción el doctor José Gabriel Sarmiento Núñez.

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Vocal de la Corte Federal el cincuenta y nueve y magistrado de la Corte Suprema de Justicia en su Sala Político Administrativa desde la aprobación de la constitución de 1961, presidente de la Sala, vicepresidente de la CSJ y cabeza del Consejo Judicial. No fue José Gabriel Sarmiento Núñez un magistrado dócil. No podía serlo. Cuestión de convicciones arraigadas y de consistencia del propio Estado de Derecho democrático y social.

La política tiene responsabilidades fundamentales pero no es su tarea invadir todos los campos de la vida de las personas. La libertad y la garantía de los derechos lo exigen, de eso se trata la democracia. Por eso, así como defendió la independencia política de los gremios profesionales, pues estas expresiones de la sociedad civil organizada lo requieren para cumplir su función, lo mismo sostuvo en cuanto a los jueces y la administración de justicia. Con Calamandrei: “la peor desgracia” de un magistrado es “el terror a su propia independencia”. No porque no tuviera ideas ni simpatías políticas, sino precisamente por tenerlas y creer en ellas.

Muchas pruebas que tendrá que afrontar el magistrado Sarmiento Núñez en aquellos años de una refundación democrática que hace esfuerzos por mantenerse a flote y navegar a contracorriente de nuestra accidentada historia, amenazada por la violencia de los radicalismos, sea de izquierda insurreccional o de la vieja derecha militarista. Sus ponencias y sus votos salvados al disentir de la mayoría, así como sus posiciones públicas, son ejemplos de sobriedad y firmeza en el apego al derecho y de lealtad a los valores de la democracia.

Serena valentía civil la suya que resiste presiones de arriba o de los lados e incluso de la opinión pública. Pero la historia sería incompleta sin un dato cuya centralidad deriva de que hablamos de jueces venezolanos en la imperfecta democracia venezolana. Esa independencia de criterio no impidió que Sarmiento Núñez y otros como él, fueran reelegidos, por una mayoría parlamentaria que podía opinar de otra manera, en reconocimiento a su idoneidad y en testimonio de respeto a la indispensable autonomía de los órganos del poder público. Ese es el papel del juez en democracia y la conducta de la democracia ante el juez.

Ser valiente, dijo en entonces Senador Kennedy, en su libro acerca de la valentía cívica exigida a los hombres públicos, “no requiere calificaciones excepcionales, ni fórmula mágica, ni combinación especial de tiempo, lugar y circunstancia. Es una oportunidad que tarde o temprano se nos presenta a todos” Ojalá siempre lo recordemos.

La democracia que vivimos en Venezuela entre 1958 y 1998 tuvo tan evidentes logros como defectos protuberantes. En materia judicial también. Lo sostuve como parlamentario, como autor y en la legislación que fue de mi personal responsabilidad promover, frustrada luego de 1999, aunque sus líneas maestras se consagren constitucionalmente. Pero también hemos de reconocer que ese período, luces y sombras, fue uno de avances hasta ahora no igualados, en la tarea inconclusa de construir república.

Por eso me sumé al homenaje que rindió la Academia de Ciencias Políticas y Sociales a José Gabriel Sarmiento Núñez y a su nombre uno a la generación de venezolanos y venezolanas de la que formó parte, por demostrarnos que podemos empinarnos sobre nuestras carencias y debilidades y mirar más adentro y más lejos, sin resignarnos al “cómo se hace” ni al “este país no tiene remedio”. Dejo constancia de mi gratitud.

Ramón Guillermo Aveledo

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