Por: Faitha Nahmens Larrazábal
En Venezuela más que celebrarse el Día del Médico este 10 de marzo —el día internacional es cuatro días después— es ocasión para reconocer el trabajo denodado de quienes trabajan con las uñas, perdón, con el último guante; para los médicos es momento para alzar las voces y los estetoscopios y las radiografías y elevar al cielo el clamor que no escuchan los gobernantes.
Un chileno curado en salud —así se presenta en la cama del hospital que está por dejar—, arranca a cantar una canción que ha compuesto especialmente para su médico. Laudatoria letra. Agradece el afecto, exalta la vocación del tratante, sonríe porque su eficaz y determinada atención lo salvó. Entra en cuadro un hombre con bata blanca, sonriente. Lo palmea. En realidad lo abraza y le da las gracias ¡En venezolano! Dura aproximadamente 2 minutos este video que circula por las redes.
Otro que también está coronado por un rimero de me gusta: una mujer dice que está encantada con su doctor. Un venezolano que cuando ella le habla él la mira a los ojos, no a la computadora. Y la escucha, y la tranquiliza, y le da ánimos. “Y además habla tan bien, ojalá le pudiera enseñar español a mis hijos”, sorprende.
Un tercer mensaje audiovisual extrae uno o dos minutos de un programa de tele, también santiaguino, una conversación entre tres académicos que elogian a los médicos de Venezuela y agradecen la estampida de estos profesionales al país sureño, “no sé cómo nos las hubiéramos arreglado en la pandemia”, dice una, “la migración, al menos de estos doctores, ha sido una bendición”, dice otro.
“Son muy buenos, claro, muchos se prepararon en universidades de los Estados Unidos, la bonanza petrolera les dio esa posibilidad…” arriesga el tercero una explicación.
Con esta opinión sí que no están de acuerdo ni la Federación Médica Venezolana ni la Academia Nacional de Medicina ni galeno venezolano alguno: así como hubo quien se especializó en Boston o París, la Universidad Central de Venezuela los formó con denuedo. Igual la del Zulia, o la de Carabobo, o la de Mérida. Se habla de ufanía.
María Inés Attianese, desde Córdoba, sonríe. A los 60, la radióloga que tras graduarse en la Central hace carrera primero en la Clínica Leopoldo Aguerrevere al lado del reconocido oncólogo Gerardo Hernández —“operó hasta los 87”— y luego en la Clínica Ávila, entiende no solo como testigo sino como protagonista estrella esa suerte de conmoción planetaria producida por los galenos vernáculos.
Sí, “la preparación que hemos recibido es óptima”, dice. Sí, “los venezolanos somos gentes próximas, aun cuando extranjeros”, afirma orgullosa. “Está en nuestra naturaleza aproximarnos, ser empáticos”.
Migró sin tener certeza ninguna. Con el interés de seguir haciendo lo suyo, la falta de mamógrafos no solo en hospitales sino en la clínica donde trabajó al final, dañados durante varios meses, la desconsolaba. Ya en Cádiz, en el sur de España, y una vez terminado el proceso de homologación, buscó opciones en un sitio virtual que da cuenta de vacantes. La contrataron a las primeras de cambio.
“Una sorpresa, a mi edad, que fue exactamente lo que consideraron, se llama experiencia, me dijo el reclutador de personal que me entrevistó”. Entró entonces en una clínica privada, pero no por mucho tiempo.
A los dos meses le encargan construir, en un centro médico de la misma red de clínicas, pero en Córdoba, y “a la manera venezolana”, la unidad de servicios médicos de la mujer.
“En mi país teníamos tiempo trabajando así: la atención femenina como concepto integrado”. Pues que ya está en funcionamiento aquello que se le encargó, la unidad donde hacerse resonancias, ostomusculatura, el body, ecografía para biopsia, con lema y todo, uno sugerido por la doctora venezolana: “Medicina con calidad y calidez”.
Todas las trabajadoras de la salud del equipo, desde la recepcionista que lleva la agenda de las citas, han internalizado el mensaje. Las pacientes se lo confirman con la intensidad de sus agradecimientos. “Como en Venezuela, han comenzado a darnos tarjetas de Navidad, detalles…”
Es medianoche para ella, ha sido un día de trabajo inmenso, pero no puede estar más satisfecha con lo conquistado en tres años. “¿En España? No sé cuántos somos, pero solo en Huelva hay una clínica en la que trabajan más de 400 compatriotas”.
Profesión comprometida que implica más años de estudios que ninguna otra, no solo en la universidad sino siempre, porque no hay día en que no se esté estudiando o leyendo información especializada sobre hallazgos o nuevos tratamientos para sanar con más eficacia o con menos riesgo de secuelas —así desde que se descubrió la anestesia, la vacuna tal, la píldora anticonceptiva, el viagra o las operaciones con catéter—, los médicos no solo no tienen horario: en Venezuela deben ser, además, gerentes de producción, jefes de suministro, tan especialistas como practicantes de medicina general y todos coach o psiquiatras. No es mayor problema, como sí lo es la falta de medicinas y los salarios que son más bien sal y agua.
Pero siempre el médico que ejerció la medicina privada atendió en hospitales públicos donde le pagarían 25 por ciento de lo que podría ganar en su consulta y nunca le importó. Ahora que no hay gasas ni en El Algodonal esa natural combinación se ha roto, pero no por culpa de los médicos, no, aunque las autoridades quieran hacerlo ver así.
“Era rutina casi que si veías un paciente en el hospital, y fallaran los equipos, lo citaras en tu consulta sin cobrarle un centavo, así como también gentes que siempre vinieron a tu consulta pero que estaban apretados económicamente fueran al hospital, si equipado, para no pagar”, refrenda el doctor Felipe Russa, ginecoobstetra que ha ejercido en ambos escenarios, medicina pública y privada, como galenos y hasta director de un rimero de hospitales caraqueños, Coche, Pérez Carreño, Maternidad Concepción Palacios, un médico comprometido con sus pacientes que si no tienen dinero le obsequian con aguacates y chicharrón y que tuvo consulta en la otrora hermosa urbanización Las Mercedes.
Ahora está en el populoso Petare. “Sí, con unos médicos amigos trabajamos aquí en una unidad materno infantil que creamos: me preocupan los altos índices de morbilidad y mortalidad infantil del país, me duelen, si la salud se ha venido a menos estos son los tristes indicativos de lo mal que estamos, por lo que nosotros intentamos estar donde toca estar y donde podemos hacer”, dice con un nivel de compromiso que conmueve.
La médico María Ines Attianese conoce al dedillo qué es la abnegación y los milagros que produce. “Me pasaron cosas extraordinarias, casi místicas, increíbles”.
Tan entrañable la relación con las pacientes que padecían cáncer, que no pudo disimular el pesar que le produjo auscultar a aquella cuyo tumor enrojecía de sangre sus mamas porque nunca tuvo suficiente como para pagarse un examen de mamografía a tiempo en una clínica privada. Sería parte de su práctica, lo que es un indicio de su nivel de compromiso, acompañar con frecuencia a las largas sesiones de radio o quimio a sus pacientes.
“Se extrañan en España de que les digamos a los pacientes que pueden llamarnos al teléfono y que se los demos sin más, se quedan atónitos”. Tal la conexión que hace pocos días, luego de recordar con recurrencia a una paciente suya caraqueña que parecía estar recuperándose cuando viajó a España, incluso soñó con ella, decidió llamarla. No contestó. Luego averiguó por qué. Lloró.
“Tenía días pensando en Claudia, otra paciente, y también quise saber de su salud. Ocurrió entonces algo increíble: antes de llamarla lo hizo ella… o al menos eso creí. La saludé contenta y nadie contestó. Se detonó su teléfono, no sé cómo. Entonces la llamé yo y me dieron la noticia más triste”. Sí, siempre duele. “Uno aprende a entender la muerte y a valorar la vida, pero el dolor es siempre exacto. Inmenso”.
En Venezuela más que celebrarse el Día del Médico este 10 de marzo —el día internacional es cuatro días después— es ocasión para reconocer el trabajo denodado de quienes trabajan con las uñas, perdón, con el último guante; para los médicos es momento para alzar las voces y los estetoscopios y las radiografías y elevar al cielo el clamor que no escuchan los gobernantes.
El sistema de salud es de pronóstico reservado e imploran por un sistema de salud diseñado para todos, inclusivo, con salarios que permitan vivir, y dotado con materiales y recursos, no de médicos integrales que hacen una suerte de talleres y al cabo de tres años ¡estarían en capacidad de ejercer!
“No. No lo están. Pueden ser muy capaces ellos pero no es posible resumir en ese tiempo el pensum; la inmensurable cantidad de información que debemos manejar al dedillo”, niega rotundamente el doctor Felipe Russa.
Los médicos nuestros, efectivamente lisonjeados aquí y afuera, no dejan de hacer, no merma su compromiso, se emociona. “Pero no podemos estar contentos a sabiendas de que los hospitales están colapsados, así como las escuelas, así como el país, pues”, redondea.
“El programa de Barrio Adentro fue un programa exitoso… pero de tele, como propaganda, en realidad fue un fracaso y hace tiempo que están abandonadas sus sedes, quedan sí algunos médicos cubanos, pero no se logró el objetivo”.
Día del natalicio del cirujano José María Vargas, fundador de la Sociedad Médica de Caracas y también presidente de Venezuela, la fecha que conmemora a los doctores da para aplaudir, por ejemplo, la audacia y los hallazgos del catedrático, fecundo autor y médico de cabezas, el psiquiatra Fernando Rízquez. Igual a Lya Imber de Coronil, la primera médico venezolana. A Jacinto Convit, quien da con la vacuna contra la lepra.
Al neurocirujano Humberto Fernández Morán, que entre otras maravillas, construye el bisturí de diamante y quiso Estados Unidos nominarlo al Nóbel pero no aceptó porque era requisito naturalizarse y nunca quiso perder la nacionalidad venezolana.
Y a tantas eminencias nuestras que investigaron, dieron en el clavo y crearon especialidades y hasta unidades educativas para analizar con éxito ciertos padecimientos o ponerle la lupa (o el microscopio: trajo el primero al país) a determinadas partes del organismo, como el doctor José Gregorio Hernández, en los laboratorios de medicina tropical de la Central que fundara.
Médicos todos que hicieron escuela —la lista es larga y los que faltan— cuyas trayectorias fueron caminos abiertos cada una para el desarrollo de las profesiones de las generaciones de relevo; gentes que colaboraron a construir esa fama de excelencia que los empaca.
Como Luis Razetti quien sienta las bases para la constitución tanto de la Academia Nacional de Medicina como del Colegio de Médicos de Venezuela; este último el órgano que da origen a su vez a la Federación Médica Venezolana en 1945. O como los que van de bata verde en las marchas y protestas en el país para atender a los que se desmayan con los gases de las bombas lacrimógenas o caen heridos con el impacto de salvas, o balas.
Los venezolanos que vienen de visita al país incluyen en su itinerario de afectos, compromisos y nostalgias una consulta con su cardiólogo, gineco obstetra o psiquiatra de confianza. Esa es la mayor celebración, ese reencuentro. Porque fiesta no hay.
Al menos así lo asegura Felipe Russa que habla de no hacer chito, no callar, de exigir: que así sea conmemorado el día. Con verdades, esas con que trabaja e intenta hallar cada colega en su paciente. “El día lo dedicaremos como siempre a trabajar, así lo haremos todos”.
La doctora Attianese desde España dice lo mismo. Que con la pasión con que ejerce, también mantiene su compromiso con Venezuela. “Me hago solidaria con mi país”, ese por el que siempre tendrá saudade. “¿Que qué echo más en falta? Pues todo. Todo”.
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