#OPINIÓN Crónicas y relatos de la migración: Camino a Bucaramanga #24Abr

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El viaje de Barquisimeto a San Cristóbal estuvo atestado de alcabalas y policías acostados, con la angustia recargada en cada estación de gasolina cerrada, y la fe puesta en que el bidón de cuarenta litros alcanzara para llegar hasta Táriba. El migrante tenía los datos de una persona que lo ayudaría con los trámites al cruzar la frontera caminando, para luego tomar un colectivo que lo trasladara hasta Cúcuta. Era importante que su entrada a Colombia estuviera refrendada con el sello en su pasaporte, caso contrario corría el riesgo de ser devuelto en las requisas a los autobuses que la policía colombiana montaba entre Cúcuta y Pamplona, camino a Bucaramanga.

Van pasando los páramos, el frío se siente en las ventanillas. Al cruzar Santurbán, a casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar, la temperatura baja tanto que el abrigo no le sirve de ayuda. Se lo habían advertido, tomó las previsiones necesarias y echó en su bolso una botella con ron añejo de veintiún años.

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Le había ofrecido un trago al chofer al llegar a San Antonio; suficiente para elevar la autoestima, adelantarse entre la gente en la cola y sellar el pasaporte. El conductor hizo valer sus contactos con los militares venezolanos y su presencia fue advertida a la primera entre los funcionarios de inmigración del lado colombiano. Al salir de allí, un taxi colectivo llevaría al migrante hasta el terminal de buses en Cúcuta.

«Estoy ansioso por llegar a Bucaramanga, al fin tendré una persona con quien podré hablar y explicar las razones que me han obligado a dejar el país y emprender este peregrinaje al sur. Mi amiga me va a entender; o, eso creo», especula el migrante.

Hacía muchos años que no la veía. La última vez que estuvo de visita en Barquisimeto estaba radiante, con su cara de niña fina y paz cultivada, de ojos claros y pecas en la nariz que la hacían ver más joven de los cuarenta que acababa de celebrar. Tomaron un café y estuvieron conversando media mañana, como acostumbraban en la época de estudiantes en la universidad. Ella ha superado su divorcio de un hombre que la entusiasmó con el amor y se quedó con la mitad del negocio de equipos médicos que montaron con su plata, su crédito y sus contactos; una mujer hecha para manejar la traición y el sufrimiento, a fuerza de clase y estirpe, como si los malos ratos fueran parte del día a día. 

Esta vez le tocará al migrante hablarle de su dolor moral: la nostalgia que lo aflige.

Carlos J. Suárez Isea

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