¡No se nos ponga distante! le decían y repetían en los sectores más empobrecidos del país a Luis Herrera, candidato presidencial. Sus compañeros le llamaron “el campeón del retorno”. Con él regresa el partido COPEI a la presidencia de Venezuela en 1979, cinco años después de haber concluido su primer mandato Rafael Caldera, su fundador.
Ese ¡no se nos ponga distante! significaba para la gente el reclamo por el olvido secular, tras las visitas que cada quinquenio le hacían los líderes políticos sólo en procura de sus votos. Pero Luis Herrera acoge el desafío, justamente por ser un hombre que venido del pueblo era y fue hasta el final de sus días una personalidad llana, cercana, sólo deseosa de servir, sobre todo a los más pobres entre los pobres. Seguía el ejemplo, así lo declara varias veces, de la Madre Teresa de Calcuta, y no por populista. Jamás lo fue, al punto de hacerse declarar el “presidente de los pobres”. “La esperanza de la humanidad son los pobres”, recordaba y machacaba, evocando a la Santa. Este año celebramos su centenario.
Supe de Luis Herrera siendo yo estudiante y discípulo del Hermano Gaudencio Eloy, en el Colegio La Salle de Tienda Honda. Frisaba 15 años y Gaudencio, nuestro profesor de apologética no se cansaba de repetirnos a sus alumnos lo orgulloso que se sentía de su exalumno de Barquisimeto Luís. Luís a secas lo mencionaba. Mediaban aún cinco lustros para que llegase a ocupar el Palacio de Misia Jacinta. Nos visitaba y nos hablaba allí, invitado por Gaudencio, en esa vieja casa neoclásica próxima a la esquina de Santa Bárbara que acoge al plantel fundado en 1921, sobre la doctrina social de la Iglesia.
A inicios de los ’70, por vez primera y con pausa me encuentro con Luis Herrera, en Roma. Era él secretario general de la ODCA y próximo a su primera precandidatura presidencial. Competiría dentro de su partido con un miembro de la generación precedente, Lorenzo Fernández. Entonces visitaba a una prima de su esposa Betty, en la residencia de estudiantes donde me alojaba. Un amigo común ya fallecido y su ferviente seguidor, Antonio Heredia, propició nuestro encuentro en una cafetería cercana a Vía Germanico. Me escrutó Herrera sobre mi vida de universitario y sobre mis predilecciones intelectuales. Me comentaba sobre el mítico ballet ruso de Nijinsky, por la virtuosidad y profundidad de sus caracterizaciones a inicios del siglo, mientras, sin arbitrariedad que dislocase a su argumento, aderezaba con comentarios acerca Agatha Christie. Su versatilidad cultural me cautivó. Quedaba oculta, a primera vista, tras la sencillez y sus largas pausas de silencio; como buscando que sus interlocutores hablasen más que él, ávido de saberes y en mi caso, de que me descubriese más allá de lo circunstancial. El conocimiento del otro no le era banal, menos producto de lo que nunca fue, un demagogo.
Llamaron su atención mis investigaciones sobre la realidad política y económica del fenómeno conocido con Gran Brasil, al punto que, años después, cocinando su decisión de avanzar hacia la candidatura para las elecciones de 1978 me lo tropiezo en una reunión en la que se le agasajaba y al verme, sin esperar, me preguntó por mi ensayo, ya publicado en 1972. A mi edad, unos precarios 25 años, su interés fue reparador, se hizo elogio – que no lo mostraba mi preceptor en la Universidad Gregoriana – e impulso pedagógico decisivo en mi tránsito, por definirse, hacia la escritura como oficio. Años más tarde me recomendaría escribir con lápiz Mongol 2, a la mano, para que las ideas no se me atropellasen y lograra sedimentarlas mientras borraba y continuaba mi redacción. Era un veterano periodista, fino cultor y promotor de cultura. Lo asumí como un guía a la distancia, a través de sus escritos.
Hacia 1976, quien fuese su amigo y compañero de vida y su primer apoyo durante la campaña electoral que lo llevaría a la presidencia, Gonzalo García Bustillos, me pide hacer un alto en mi vida universitaria – con él y con Eddie Morales Crespo habíamos fundado el Instituto de Altos Estudios de América Latina – para que le ayudase en la secretaría del ahora candidato. Así me inicie como aprendiz de una experiencia que me era ajena, la de la trinchera política, y como parte del equipo que formó Luis Herrera. Me pide llevarle su agenda bajo la dirección de “Gonzalito”, y de entrada me aclara: – Eso sí, no soy vaca para que metan en potrero.
Su flexibilidad, distinta de la informalidad y, sí, muy ajena al manejo de los tiempos como si fuesen fríos y desangelados dominios de una relojería suiza, era la clave evidente para su humano encuentro con el país y para abordar el éxito de su campaña; sobre todo, para que el llamado entorno no lo separase de la gente común, a la que se debía. Se empeñaba en que todos tuviesen cabida, los más disímiles, en la diversidad de sus caracteres, tal como era nuestro pueblo. “Un desorden creativo”, señalaba. Los adecos, refería uno de sus dirigentes fundamentales, no pudimos marcarle el paso a Luis. Era impredecible en sus movimientos por el país y eso le libro de muchas zancadillas.
Llegar al poder por el poder mismo nunca calzó con su personalidad. Su señalada flexibilidad de comportamientos y en su rutina, que le aproximaba a los más humildes, respondía a una clara comprensión del problema raizal que tenía que solucionar, pedagógicamente, y para romper con el molde secular del gendarme necesario. Seguía en ello a Juan Pablo II, resolviendo sobre las raíces de nuestras falencias: “Hay una básica tendencia a la desobediencia de las leyes que fomenta la indisciplina de los ciudadanos”, afirmaba. Y su respuesta no se hacía esperar: “El hombre puede y debe convertirse en protagonista de su propia historia”, a través de la participación y la organización social.
“Defiéndeme señor, de ser lo que ya he sido”, afirmaría años después, siendo consecuente con su alma y con su espíritu, en su último mensaje ante el Congreso de Venezuela en 1984. Anhelaba volver a La Herrereña, a su modesta casa en Sebucán junto a Betty y a sus hijos, Luis Fernando, Maria Luisa, José Gregorio, Juan Luis y María Beatriz. Regresar a sus papeles y a su oficio, en el periodismo político y en la cotidianidad partidaria, era lo que anhelaba, luego de haberle cumplido a Venezuela. Ser recordado por los pobres le bastaba, enemigo como lo fue de las imposturas y las presiones de las élites sociales metropolitanas.
Amigo de sus amigos, Luis Herrera entendió a la amistad como un don divino. Al concluir su mandato y hasta el final de sus días convocaba a sus colaboradores más cercanos semanalmente, para conversar libremente, de lo divino y de lo humano, y para realizar sobre ese ambiente – el de una peña – diagnósticos serios sobre la situación del país. Se volvió su vigilante, desde la sombra.
En las audiencias semanales que instituyó para recibir a la gente de a pie y por centenares, durante horas inagotables, en el mismo Palacio de Miraflores, resolviéndoles pequeños problemas y para cumplir su promesa, “no volverse distante”, tuvo acabado efecto mineralizador e icónico como línea de gobierno su encuentro casual con Carlota Flores. Joven madre, llena de hijos, destacando Aleida Josefina, desde su rancho de tierra y anegado, en Caucaguita, barrio vecino a la población de Guarenas.
Al pasar el candidato Luis Herrera, interpelándole, le dijo: – ¿Es esto correcto? La grabación realizada de seguidas, guiada por la célebre Pilarica Romero, su cirineo, luego se “viraliza”, diríamos ahora. Se hizo símbolo de su campaña electoral, por un azar; pues fue un azar, sí, tener a mano a esa Carlota, pobre dentro de los pobres. Entendieron los asesores – Luis Herrera les corregía sus textos, confiándoselos al célebre humorista Graterolacho, tan conectado con como él con el alma del pueblo – que, al cabo, Carlota y Aleida Josefina eran el eje para el éxito y para gobernar. Su oponente, dirigente del partido oficial, don Luis Piñerua, esgrimía ante el país su reconocida corrección como hombre público tras el slogan Pinerúa: ¡Correcto! Pero Carlota insistía, durante los días sucesivos: ¿Es esto correcto?, y mostraba las aguas negras que invadían a su rancho en una Venezuela enriquecida y de fama saudita en el planeta. Así vendrá el otro mensaje, lapidario: Luis Herrera, ¡arregla esto!
El caso es que, al término de su mandato, Luis Herrera vio y sufrió el embate al que fue sometida en su barrio la humilde Carlota. Terminará como presa política en democracia. Se encarcelaba a la pobreza para denostar del presidente de los pobres. Me pidió defenderla como abogado. Lo hice, y quedó libre. Más, al solicitármelo en voz baja me comenta: – No tengo como pagarte unos honorarios, Asdrúbal. Su confesión íntima, su ejemplaridad, fue mi retribución y una enseñanza de vida, la de un hombre que mandaba sobre su pobreza material y nunca la hipotecó. Un hombre que llegó al poder, que tuvo todo el poder en un país de recio presidencialismo como el nuestro, visto por no pocos como una suerte de botín y quien, al término de su período constitucional recogió sólo sus papeles del escritorio que ocupaba en el Palacio desde donde se gobierna a Venezuela, retirándose a la misma casa desde la que salió para aspirar a servir sin ser servido.
De su gobierno escribí como parte de mi largo texto sobre la historia política del siglo XX venezolano, en la obra colectiva que dirigí en 2009, De la revolución restauradora a la revolución bolivariana. Descubrí, con retardo y a pesar de haber sido testigo de su gestión que, cualitativa y cuantitativamente, fue Luis Herrera el presidente que más obra material e inmaterial le ha dejado al país, incluido el período de Marcos Pérez Jiménez. Pero prefiero detenerme, en mis líneas finales, sobre un aspecto de relevancia y vital por su actualidad sobre nuestro personaje, en un instante en el que los venezolanos sufrimos el despotismo y nos atenaza el morbo de la corrupción. Me refiero al aspecto neurálgico de la cultura de la democracia, bajo un gobierno de animación cultural como fue el suyo, a la vez que comprometido, en lo interno e internacional, con la institucionalización de la libertad y la democracia.
Veía a la democracia Luis Herrera como “delta de confluencias”, como “síntesis de la diversidad”, por lo que esperaba que, sin mengua de reconocer que los venezolanos “somos un desorden creativo”, surgiese algún acuerdo entre todos los hombres de partido para que se hiciesen presentes los nuevos y distintos núcleos de conducción que van surgiendo con la organización social del país. Entendía a Venezuela como algo más que la propiedad, sea de los cuarteles, sea de los partidos, enfatizando la urgencia de nuestro reencuentro con una identidad nacional a la vez sostenida a través de la enseñanza y el estudio de las historias de cada estado.
“Sería eufemismo inaceptable, para la conciencia política del pueblo venezolano y para nuestra propia conciencia personal escudarnos tras la frase de que ¡aquí no ha pasado nada! ¡Claro que pasó algo, y mucho! dice al concluir su período constitucional. Luis José Silva Luongo, ministro del gobierno que le precedió, bien dijo que “el gobierno de Herrera Campíns dio un gran impulso a la educación, todavía mayor que el que dieron los gobiernos democráticos a partir de 1959”.
Luis Herrera me hizo su Embajador a los 30 años, pues apostaba a las generaciones de relevo. Me pidió también que ayudase en su nombre a quienes bregaban por la democracia bajo la dictadura de Pinochet, de modo especial a través del Eduardo Frei padre. Otro tanto me exigió para que acompañase a Hilarión Cardozo, a la caída de la muy larga dictadura de los Somoza en Nicaragua, auxiliando a su pueblo. Me despedí de él, a su vera la admirable Betty, en la clínica que le recibió en vísperas de su hora postrera y para dirigirse más tarde a la Casa del Padre. Yo transitaba a mi primer exilio, en Buenos Aires. Habían pasado casi 40 años desde nuestro primer encuentro en la ciudad de Rómulo y Remo. La revista Voz y Caminos fue su última contribución como intelectual de la política, a la Venezuela profunda que tanto amo y se ganó sus desvelos.
Asdrúbal Aguiar