(Aclaro que sufrí un lapsus linguae, un lapsus calami o simplemente un lapsus senil, cuando, en mi artículo anterior, me referí a la obra de Julio Verne, “Las indias negras” y escribí “islas”).
Siempre fui una enamorada de la verdad, sobre todo desde mi edad adulta, reforzándose este enamoramiento durante la madurez y la vejez. Mi nombre en griego se escribe Aletheia y significa verdad, amor a ella. No me atrevo a asegurar que no mentí en mi niñez, porque los niños siempre dicen sus mentirijillas para salvarse de reprimendas de los mayores. No recuerdo haber sido una niña diferente a otras, pero tampoco me viene a la memoria -a pesar de que la tengo aún muy buena- un episodio en el cual se me haya escapado una mentira. En cambio, en mi adolescencia o temprana juventud, se me hace presente uno, el único, que todavía me duele: le dije a papá que sí había tomado un taxi, como me recomendó tomar a la salida de un espectáculo taurino. Cuando me preguntó al regreso le dije que sí. No duró ni diez minutos mi torpe embuste, comencé a llorar y volví a su escritorio para decirle la verdad.
Pero no crean que este amor a la verdad sea siempre una virtud, en mí tiene mucho de comodidad: la verdad es una, la dices y ya está. La mentira es el eslabón de una cadena y de repente te ves enrollada en ella. Si te quitas años de edad tienes que estar pendiente de tiempos de escolaridad, fechas de graduación, compañeros de estudios, porque, con tu mentira intrascendente, esos tiempos van a estar desplazados. Recuerdo a una señora amiga, en Caracas, compañera de equipo de basquetbol en Barquisimeto, dijo su edad y entonces concluí que cuando ella tenía 8 años yo tenía 16. La recordaba en los vestuarios del club y, como yo, tenía cuerpo de mujer.
Personajes conocidos míos, los de esta historia. Iba en taxi un señor con sus hermanas a registrar unos documentos en una notaría, revisó los papeles y encontró que tres de ellas, aunque en días y meses diferentes, ¡habían nacido el mismo año! No sé a qué santo se encomendaría, pero el notario no estudió bien los documentos.
Y así muchas historias, no sólo por quitarse la edad sino por disculparse de faltas de puntualidad o de ausencias. Cuántas excusas falsas se dan. Se inventan enfermedades, entierro de tíos o de abuelos, etc. Hace tiempo descubrí un placer nuevo: el placer de no ir. Sin disculpas vanas o cuentos. No voy porque no me da la gana, ¡la más rotunda de las razones!
¡Cómo se falta a la verdad en estas tierras! Se celebra y se celebra, con cuñas ridículas de televisión y otras manifestaciones, un triunfo que nunca existió. Se ondean banderas agitadas por brisas falsas. Se ensalzan logros como si nunca se hubieran dado en el país. Hasta donde la memoria me alcanza, siempre oí de la operación de labios leporinos. Ahora resulta que es el logro de un ilegítimo presidente. Lo dice, con su cara muy lavada, un médico-locutor. Espero que sea tan bueno como protegido de Esculapio y discípulo de Hipócrates, como lo es de animador de televisión.
Nos han desnudado de la verdad y resulta que, según palabras de Jesús en el Evangelio,– … la verdad os hará libres (Juan 8, 31-32)- esta nos liberará. Pero a los poderes despóticos, no les conviene un pueblo revestido de libertad, porque ésta da fuerza, vigor y audacia para luchar por otras conquistas como son la democracia, la justicia y la paz.
Venezuela vive en los actuales momentos quizás la etapa más dura y oscura de su historia, pero podemos convertirla en la más gloriosa, si permanecemos vivos, activos, plenos de esperanza y con la lengua suelta. El peor de los pecados para los venezolanos de hoy es callar. El que calla otorga y estaríamos dando validez a la colosal mentira del fraude electoral. No, Absolutamente no. Debemos sacudirnos de este manto de ignominia. Sigamos los pasos de nuestra gran líder por el regreso o la conquista de valores firmes democráticos para el país. Ella nos ha demostrado poseer de lo que lamentablemente otros líderes políticos adolecen: voluntad, coherencia, perseverancia y valentía. A nuestra Antígona tropical -como me gusta llamarla- no la somete nadie. Si no la seguimos, incluso con todos los riesgos que eso implica, los venezolanos de hoy seríamos un asco. Me niego a serlo. Seguiré gritando desde el silencioso tecleo de mi computadora.
Los ciudadanos comunes tenemos el derecho y el deber de analizar y criticar a los hombres y mujeres dedicados a servicios públicos, como es el de gobernar. El poder no es un privilegio, sino un servicio. Si un político no siente la necesidad y hasta la pasión, diría yo, de servir al bien común, debe retirarse de la política. Gobernar es servir. Cuando comprobamos que los gobernantes no cumplen sus obligaciones o las ejercen mal, debemos denunciarlos públicamente…, pero hasta ahí.
Mucho cuidado. Desgraciadamente a los humanos nos encanta el chisme. Muchas veces convertimos una crítica seria en un murmurar maligno. Con lenguaje desenfadado se contribuye a la calumnia y, si no a tal, al escándalo, al desprestigio, porque si lo que afirmamos es verdad, no tenemos ningún derecho a revelarlo. La vida pública es una cosa, la privada otra. Si de la primera nos toca denunciar, sobre la segunda nos toca callar. No hablo de mentiras piadosas, en las cuales no creo, porque alientan la cobardía para enfrentar la vida o la muerte. Hablo de callar la verdad por misericordia. Porque, como le oí a un sacerdote en estos días, la caridad está por encima o más allá de la verdad.
Alicia Álamo Bartolomé