“Nosotros lo habíamos predicho. Tarde o temprano iba a suceder lo inevitable. Ayer, por desgracia, los hechos nos dieron la razón.”
El 11 de julio de 1913, Caracas despertó sin imaginar que sería testigo de un acontecimiento que quedaría grabado en su memoria colectiva: el primer choque automovilístico en la historia de la ciudad. Lo que hoy podría pasar como un incidente cotidiano, entonces desató una ola de reacciones que iban desde el asombro hasta el pánico moral.
El sol del mediodía brillaba intensamente sobre las calles empedradas cuando, en la concurrida esquina de Las Gradillas, dos automóviles protagonizaron el hecho inédito. Uno de ellos, conducido por el joven Gustavo Zingg, colisionó con el vehículo manejado por un ingeniero alemán traído por la Casa Blohm. El estruendo del impacto, que se registró a las 11:30 de la mañana, resonó por la zona, atrayendo a una multitud de caraqueños que pronto rodeó los destartalados «aparatos de hierro».
La escena era casi teatral: los caballos de las carretas relinchaban inquietos, los curiosos comentaban en voz alta y las damas, protegidas bajo sombrillas de encaje, observaban con una mezcla de horror y fascinación.
El choque no solo había detenido el tráfico —mayoritariamente compuesto por coches de caballos— sino que también había detenido el tiempo, obligando a la ciudad a cuestionarse si el progreso era realmente una bendición o una maldición.
La reacción oficial no tardó. El gobierno del Benemérito general Juan Vicente Gómez, siempre atento a mantener el orden, desplegó a la caballería para dispersar a la multitud.
Las calles adyacentes a la Plaza de Bolívar fueron resguardadas, como si aquel accidente hubiese sido una señal de caos inminente. Las autoridades, preocupadas por las crecientes tensiones sociales, no solo buscaron restaurar el orden, sino también debatieron internamente sobre la posibilidad de restringir la circulación de estos «peligrosos artilugios».
Pero fue la prensa quien llevó la discusión a otro nivel. El diario El Universal, con un lenguaje encendido, publicó al día siguiente un artículo titulado «Un problema que necesita solución», en el que advertía sobre el peligro de permitir que esos «vehículos infernales» circularan libremente por las calles. ¡Iban a velocidades de hasta 20 kilómetros por hora! ¿Podría el cuerpo humano resistir tamaña velocidad? ¿No correría Caracas el riesgo de incendiarse con ese misterioso líquido llamado gasolina?
En su rotundo sumario, El Universal destacó: “Nosotros lo habíamos predicho. Tarde o temprano, lo inevitable sucedería. Ayer, por desgracia, los hechos nos dieron la razón.”
Posteriormente, sin ocultar el sensacionalismo, reseña: “Este espectáculo, casi terrorífico, no se había visto jamás en la Capital y puede afirmarse, sin cometer pecado, que todo Caracas desfiló por Las Gradillas a mirar el estado en que justo y merecido castigo quedaron los coches.”
Y prosigue con un tono exagerado en su redacción: Y ahora nos preguntamos nosotros: ¿Es esto civilización? ¿Podrá seguir tolerando toda una ciudad que corran por sus calles, como alma que se lleva el diablo, flamígeros aparatos de hierro? Y todo porque a un millonario de la Gran Nación del Norte, quien según informa el cable francés se llama Enrique (Henri) Ford, ¿se le ha metido en la cabeza hacer dinero de esta forma?
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Otros periódicos se sumaron a la polémica, debatiendo si estos automóviles, traídos por la modernidad, no representaban más que un capricho elitista que ponía en peligro a la ciudadanía. Se llegó a proponer, incluso, la creación de «zonas exclusivas para automotores» lejos del centro de la ciudad.
Hasta la Iglesia intervino. El sacerdote Jesús María Pellín, desde el púlpito, advirtió contra los «amigos de las cosas nuevas» y comparó los automóviles con las «paradas satánicas». Para algunos, aquellos artefactos representaban un símbolo de decadencia moral y desorden social.
Otros miembros del clero sugirieron que el avance tecnológico debía ser vigilado cuidadosamente, para no poner en peligro las costumbres tradicionales que, según ellos, sostenían el tejido moral de Caracas.
El reportaje emplazó directamente a personalidades ilustres de la ciudad: “Qué hable la ciencia. Que hable el Dr. Luis Razetti y diga si un organismo puede aguantar el desplazarse a 20 kilómetros por hora. Que hable el Dr. Delgado Palacios, nuestro más eminente químico y explique si con el ingrediente tan peligroso, como llaman gasolina, no puede inflamarse y producir una reacción en cadena que acabe con la ciudad. Que hablen los jóvenes doctores Pepe Izquierdo y Enrique Tejera. Que hablen todos. Que no se callen, que la ciudad y la Patria están en peligro.”
Y concluye el reportaje subrayando un fuerte sentimiento patriótico: “Nuestra consigna: ¡¡Atrás Automóviles!! Sigue siendo la voz del patriotismo y del buen sentido venezolano. La posteridad habrá de agradecemos haberle librado de esta tremenda amenaza.”
Sin embargo, más allá del alarmismo, el primer choque automovilístico de Caracas marcó el inicio de una transformación irreversible. La modernidad había llegado, y con ella, el fin de una era dominada por el ritmo pausado de las carretas. Lo que aquel día fue visto como una amenaza, con el tiempo se convirtió en el motor que impulsó a Caracas y Venezuela hacia el siglo XX.
Hoy, al recordar ese episodio, no podemos evitar una sonrisa. Pero también nos invita a reflexionar sobre cómo las sociedades enfrentan el cambio: con temor, con resistencia, pero también con la inevitable adaptación que trae consigo el paso del tiempo. Porque, al final, el progreso siempre encuentra su camino.
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Luis Alberto Perozo Padua
Periodista especializado en crónicas históricas
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