Se anuncia un proyecto de reforma constitucional, como no es tema menor, de seguro esta será la primera de varias veces que nos referiremos a la cuestión, a medida que vayamos teniendo más elementos de juicio. Por lo pronto, empecemos por lo que podríamos considerar cuestiones previas, esas que uno entiende deberían valorarse antes de tomar una decisión.
Venezuela ha tenido veintiséis constituciones. En doscientos trece años y siete meses de historia republicana o, mejor dicho, de intentos de tenerla, sería a un promedio aproximado de ocho años y medio por constitución. La actual, con veinticuatro, ya supera el promedio, aún cuando sea discutible si su edad equivale a vigencia efectiva. En todo caso, hasta ahora es tercera. La superan la de 1830, con todos sus problemas a partir de enero de 1848 y claro, la de 1961 y conste que estas dos tienen la característica de haber servido de marco a gobiernos de distinto signo.
Esa fertilidad constitucional nos lleva a una pregunta inevitable. Históricamente, los venezolanos inconformes con el estado de cosas, hemos preferido cambiar la constitución en vez de intentar cumplirla. Eso siempre me ha llamado la atención. Si el país va mal, le echamos la culpa a una constitución que no se cumple, con la promesa de una próxima en que sí se cumplirá. Conocidos los resultados de esta especie de hábito nacional ¿no sería bueno intentar cumplir la Constitución que tenemos?
Cuando fue aprobada, la actual ley fundamental fue considerada “perfecta” por el mismo líder que cariñosamente la llamó “la bicha”, curiosa manera de elogiarla aún para alguien con el lenguaje del susodicho. Él mismo propuso extensa reforma en 2007 después de su reelección y a la mayoría del soberano no le pareció buena idea y se la negó, pero logró enmendarla luego para consagrar la reelección indefinida. Sus sucesores convocaron en 2018 una Constituyente estéril, infecunda porque no produjo reforma alguna, sino paralelismo legislativo en perjuicio de la República aquí y afuera, aunque provechosa a su interés de permanecer en el poder.
Lo sensato hoy, me parece, sería evaluar tras un cuarto de siglo, qué hay que mejorar, qué hay que cambiar y qué deberíamos conservar de la Constitución y hacerlo a partir de una consulta verdadera y amplia, realmente amplia, a todos los sectores sociales, políticos, económicos, empezando por todas las universidades y las academias. ¿Con qué criterio? Me atrevo a proponer que el baremo sean los fines esenciales del Estado, establecidos en el artículo 3 de la misma Carta: “la defensa y el desarrollo de la persona y el respeto a su dignidad, el ejercicio democrático de la voluntad popular, la construcción de una sociedad justa y amante de la paz, la promoción de la prosperidad y bienestar del pueblo y la garantía de cumplimiento de los principios, derechos y deberes reconocidos y consagrados en esta Constitución.” Ver cuánto hemos logrado y cuánto no, por qué y qué tenemos que modificar para lograrlo. Es lo lógico, a menos que los fines hayan cambiado.
La comisión monocolor designada y los propósitos enunciados, demasiado parecidos al monólogo oficial y a la legislación dictada para ir formalizando a la reforma rechazada en 2007, cuando el gobierno era mucho más popular que hoy, no permiten atisbar que tales sean los propósitos.
En las areperas llaman viuda a la arepa sin otro relleno que su propia masa. Esta reforma sería una reforma viuda, pues sectaria en su concepción y en su comisión, vendría sin otro sabor que el oficialista, insípido ya por su continuada tendencia al monólogo y con dejo amargo por sus fracasos. Insípida, amargona y más bien flaca, porque bien se sabe que ya le faltan masas. Claro que mucho de mayor gravedad sería que Venezuela estuviera viuda de constitucionalidad.
Ramón Guillermo Aveledo