Carlos J. Rangel, escritor comprometido con la defensa de la democracia liberal – honrando la memoria de su padre y autor del libro de cabecera de los liberales en Europa y en las Américas: Del buen salvaje al buen revolucionario (Caracas, 1976) – nos regala su título: Mitos de nuestra humanidad (2024), al que subtitula Relatos de siempre para hoy.
A partir de la mitología clásica y disponiendo de algunos de sus íconos, borda tapices varios, en apariencia inconexos, para llevar de la mano a sus lectores e invitarlos a una tarea de reflexión a profundidad e impostergable; de auténtica racionalidad para al término explicarnos el por qué o los muchos porqués de la tragedia, supuestamente insoluble, que hace presa de nosotros, los venezolanos. Al efecto nos la vuelve drama al sugerirnos alternativas para un desenlace bienhechor, rebobinando nuestros traspiés y devolviéndonos a las fuentes de las que venimos. Opone, socráticamente, las distintas y opuestas versiones de lo que somos. Abre y cierra nuestra caja de Pandora.
“Levanta la tapa lentamente, mira dentro, y descubre que no todo está perdido. Puede superar el momento, esta tiniebla. Recupera su voluntad de vivir, restaura su voluntad de actuar, su voluntad de ser y de enfrentase al reto diario de la vida. Sabe ahora que cada día siempre tendrá un mañana y se anima con esa creencia casi irracional de que todo saldrá bien: la esperanza”, reza su texto.
¿Y es que la esperanza – me pregunto y parece sugerir el autor – es la obra de El sueño de la razón que produce monstruos y nos presenta como aguafuerte Francisco de Goya?
Tras cada trazo suyo Rangel le suma una obra de arte que toma en préstamo para que nos sirva como metáfora de sus consideraciones. Me hace recordar otro libro que releo con fruición, México, la nación doliente (Ciudad de México, 2024), cuyo particular subtítulo nos habla de Imágenes profanas para una historia sagrada. “Somos una memoria en imágenes”, dice el hispanista Tomás Pérez Vejo. Pero si este nos deja una historia hilada Carlos nos inserta en un laberinto, a la manera del Dante y sus círculos, a través de imágenes – aquí si vale el testimonio de Pérez Vejo – “como hilo conductor para desentrañar” la trama.
Nos empuja para que desgranemos sus reflexiones y luego las juntemos como rompecabezas que nos dibuja el tránsito desde el infierno hasta el empíreo. Y aquí sí me hace sentido, escrutando el texto que nos ocupa, la idea de “El telar de la desmemoria y la metáfora del bordado” (Madrid, 2017) que nos presenta la socióloga salmantina María Martínez Vérez en ensayo alalimón: “Como en la trama de la vida, los hilos que se tejen juntos posibilitan el vínculo y la permanencia a una historia común a la que arraigarse en el tejido del Ser, enhebrando nombres, pensamientos, emociones y sucesos que nos definen en relación con Otro y en la alteridad”, nos dice. Y eso intentaré, seguidamente, pues los venezolanos le pusimos rostro, léase, un final, al mal absoluto – siempre parte de la ciudad del hombre – el 28 de julio de 2024. Tejimos juntos a la nación con los hilos de la esperanza, el volver a la patria.
La obra de Goya que nos introduce a la lectura del libro de Rangel parece ser la que le transversaliza. Con ella abre y con una reflexión sobre ella concluye su predica ejemplarizante:
“Las promesas de la democracia liberal son invariablemente rotas bajo un régimen populista, lo cual conducirá al autoritarismo. No importa si el régimen se tilda de derecha o de izquierda: la igualdad de oportunidad y de amparo ante la ley están condenadas a desaparecer y la injusticia a prevalecer. Tanto en la política como en la vida, surgirán monstruos de la dicotomía razón/emoción cuando duerma la razón”.
No obstante, en tesis que comparto con el grande amigo y mi cotidiano contertulio José Rodríguez Iturbe – autor de la obra filosófica y de ciencia política El sueño de la razón (Caracas, 2024) – “la razón onírica, la del sueño del aguafuerte goyesco, está siempre en tangente con la terca realidad de lo humano, que siempre la contradice, en un empeño reiterado de esperar rectificaciones. Cuando el sueño de la razón pretende la creación o recreación de la realidad, no lo logra; y, a menudo, produce monstruos. Porque la razón no está para crear o recrear realidades, sino para conocer, comprender y proyectar perfectivamente la realidad misma”.
Más en exégesis armoniosa entre lo que afirma Carlos J. Rangel y bien refiere el muy querido Pepe, no encuentro dicotomía entre la razón y la emoción. Ambas forman la esencia del ser y, tanto como ocurre en el mundo de lo real, que opone el calor al frío o la oscuridad a la luz, la escolástica nos enseña sobre los particulares como concreciones que encuentran síntesis conceptual en los universales. Es un debate que, en otro plano, resolvieron con su diálogo Habermas y Joseph Ratzinger, Benedicto XVI. “Surgen elementos de una moral que excede a la formalidad, que exige comprometerse con sinceridad al diálogo intersubjetivo y asumir obligaciones que implican la aceptación de las conclusiones que integren al consenso”, explica Eduardo Martín Quintana en su ensayo “Razón y fe: diálogo entre Habermas y Ratzinger” (Buenos Aires, 2005).
Nuestro autor, sin decirlo, hace privar a la razón sobre la emoción para resolver tanto en la política como en la vida, pero prefiero la otra clave que arguye, la de la conjugación que abjura de los extremismos. En nota de pie de página razonablemente crítica al socialismo como al capitalismo salvaje. ¡Y es que la vida es un continuo controversial entre el bien y la maldad, sin cuyos extremos mal podríamos discernir después de conocer!
Obviamente, y aquí sí acompaño a Carlos, si la razón duerme y queda en soledad la emoción, surgirán los monstruos. Tanto como la plenitud de la razón, divorciada del hacer o sobre el cómo hemos de actuar sobre la realidad de nuestras propias existencias, nos desviaría hacia el dogma profano y su inquisición, otro monstruo no menos peligroso que nos aleja del vector que relaciona a los planos citados, a saber, la inteligencia, apagándola.
Somos, los seres humanos, una caja de sentidos que encierra alma y espíritu. El alma nos da entidad y talante, es nuestra esencia. Une lo material con lo inmaterial dentro de nuestro cosmos personal; en tanto que el espíritu, para quienes somos creyentes, nos trasvasa, sobrepasa a la citada ciudad del hombre, la de Agustín de Hipona, para situarnos bajo la idea de la esperanza en la antesala de la ciudad de Dios.
Se trata de una dinámica que deja de lado a los extremos – y creo, en esto, abusando y dándome licencia, interpretar la raíz del pensamiento de Carlos J. Rangel – pero que también nos aleja del mundo neutro, obra de los sincretismos de laboratorio; esa suerte de limbo ocupado por esos personajes que, por tener el alma muerta, se hacen indiferentes a todo cuanto les rodea, para que no les afecte. Acompañan al mal radical, justificándose, para sobrevivir, creyendo ayudarlo, así, en su enmienda. Son los normalizadores, en el caso de Venezuela.
Marxistas o marcianos, todos y cada uno somos “unos”, pero no un número. Se nos separa del cuerpo de nuestra madre al nacer, para que ambos no muramos y fijemos nuestras diferencias. Y al morir, cada uno, nuestros afectos se nos allegarán hasta las puertas del camposanto. Unos nacemos con espíritu de poetas, otros de boxeadores, incluso hermanos con idéntico mapa genético. Pero siendo, cada uno, experiencia única e irrepetible, no existimos ni alcanzamos perfectibilidad en soledad, mirándonos al espejo.
Asdrúbal Aguiar