Escribo esta nota un 23 de enero, a 67 años de la fecha en la cual el país decidió dar término a la dictadura perezjimenista, gracias a una alianza cívico militar de significación histórica. Recuerdo como si fuera hoy, cuando siendo yo apenas un adolescente, un apreciado vecino de mi casa paterna en Barquisimeto salió a la calle a las 2 a.m. gritando: ¡cayó el tirano!, gritos que fueron el preludio de sentidas celebraciones en todos los rincones de la patria.
En los días previos a la huelga general iniciada el 21 de enero, los estudiantes de último grado de bachillerato del Colegio La Salle decidimos unirnos a los del Liceo Lisandro Alvarado en una manifestación contra el gobierno, que fue reprimida por la Seguridad Nacional a “plan de machete”, obligándonos a correr y a refugiarnos en modestas viviendas en la cuesta del Río Turbio.
Los días posteriores fueron de liberación de presos políticos, el retorno de dirigentes en el exilio, y al poco tiempo, en octubre de 1958, Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba firmaban el Pacto de Punto Fijo, acuerdo de gobernabilidad que resultó fundamental para la sostenibilidad del gobierno electo en diciembre de ese año, en el cual resultó triunfador Rómulo Betancourt del partido Acción Democrática. Pese a la garra política de Betancourt, sin ese acuerdo no habría podido enfrentar con éxito las conspiraciones de la extrema derecha nostálgica del perezjimenismo, y de la extrema izquierda apoyada abiertamente desde Cuba por Fidel Castro, quien se declaró enemigo de Betancourt luego de fracasar en su intento por obtener suministro petrolero subvencionado, y préstamos que fueron negados responsablemente por el presidente electo.
La gesta del 23 de enero marcó con sus luces y sombras 40 años de democracia y de avances, bajo la alternancia de los partidos AD y Copei, y de algunos de sus dirigentes históricos. A Betancourt no le tembló el pulso para derrotar la lucha armada y los movimientos subversivos, sobrevivió al atentado dirigido desde Santo Domingo por Rafael Leonidas Trujillo, depuró su partido de corrientes radicales, y cumplió su mandato entregando el poder a su sucesor Raúl Leoni, no sin antes contribuir a la aprobación de la Constitución de 1961, que rigió al país hasta el triunfo de Hugo Chávez en 1999. Venezuela fue hasta ese entonces un faro para la democracia en América Latina, aunque sufrió un avieso revés con los fallidos intentos de golpe liderados por Chávez en 1992, que tuvieron luego un triste desenlace con la defenestración de Carlos Andrés Pérez en 1993, por el apoyo financiero brindado al débil gobierno naciente de Violeta Chamorro, triunfadora en las elecciones nicaragüenses contra el sandinismo. La destitución de Pérez a solo ocho meses de término de su mandato significó un error histórico, del cual se pagan aún las consecuencias.
Lo ocurrido a partir de 1999 es bien conocido: la deriva autocrática de Chávez y su afán de perpetuación en el poder; el debilitamiento institucional, el fin de la independencia de los poderes públicos y la mutación de las Fuerzas Armadas hacia una guardia pretoriana ideologizada; la intervención de los partidos políticos y los medios de comunicación; y la destrucción del tejido productivo. A la muerte de Chávez, con Nicolás Maduro como sucesor, se acentúan los ya graves desajustes macroeconómicos y la corrupción; los fraudes electorales aupados por un árbitro incondicional al régimen; la violación sistemática de los derechos humanos, con hechos verificados por la ONU, demandados ante la Corte Penal Internacional como delitos de lesa humanidad; y la construcción de dañinas alianzas internacionales
Los intentos para restablecer el orden democrático y la alternancia del poder han sido hasta ahora fallidos, entre otros por la manipulación de todos los procesos electorales o revocatorios, y especialmente porque en 2013 le robaron la presidencia a Henrique Capriles; en 2015, el triunfo en una Asamblea Nacional de mayoría opositora fue invalidado en forma arbitraria; en 2002 no fue posible consolidar la transición democrática tras la renuncia anunciada de Chávez; y en las elecciones de autoridades regionales ha privado el ventajismo y la opacidad, amén de negativas fisuras en la oposición alentadas por el gobierno. Se llega así a las elecciones del pasado 28 de julio, en las cuales la voluntad popular se inclinó masivamente a favor del cambio, en una proporción de 70 a 30, dando como ganador al candidato opositor Edmundo González Urrutia, con el destacado liderazgo de María Corina Machado. El desconocimiento de dicho resultado por parte del régimen quedó evidenciado gracias a un brillante operativo de recopilación de actas organizado por la oposición, fraude ante el cual quedan pálidos el engañoso plebiscito organizado por Marcos Pérez Jiménez en diciembre de 1957, que marcó el fin de su gobierno, o antes, el torcido proceso electoral ocurrido en noviembre de 1952 en las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente, ganado en un 63% por el partido opositor URD con el apoyo de otras corrientes políticas democráticas, resultado que fue desconocido por la Junta Militar gobernante, y que llevó a la instalación de Pérez Jiménez como presidente, hasta la fecha del 23 de enero de 1958 reseñada en la presente nota.
Es de hacer notar que si se incluye el período de la Junta Militar que derrocó al gobierno constitucional de Rómulo Gallegos en octubre de 1948, hasta el 23 de enero de 1958 transcurrieron 10 años, de los cuales Pérez Jiménez ejerció como dictador en forma personal 7 años. Por su parte, el régimen chavista cumplió 26 años en el poder, ejercido en forma absolutista, sin libertades políticas ni de expresión, con una desbordada corrupción, y leyes o medidas que coartan el derecho al disenso democrático, a la alternancia en el poder y vulneran los más elementales derechos humanos. Por tanto, de consolidarse la usurpación del pasado 10 de enero, se agregarían seis años más, es decir 32 en total hasta el año 2031, con lo cual se superaría con creces a la dictadura más longeva de la historia de Venezuela, la del General Juan Vicente Gómez, quien gobernó durante 27 años, de 1908 hasta su muerte en 1935.
El país está ahora sumido en la perplejidad y la incertidumbre, tras el golpe del pasado 10 de enero. El mundo entero sabe que Edmundo González Urrutia fue el elegido, aunque no haya podido materializar aún su juramentación como presidente constitucional. El aislamiento internacional de Maduro solo fue roto por la presencia en el írrito acto de los dictadores de Cuba y Nicaragua, y de algunas pocas delegaciones de países allegados. Pero pese a su soledad, el régimen ha optado por la huida hacia adelante, radicalizando medidas represivas, detenciones, torturas, o rompiendo relaciones con países que reconozcan a González Urrutia, todo ello bajo la égida del círculo de poder compartido entre Maduro y su esposa, Diosdado Cabello, Delcy y Jorge Rodríguez, el General Padrino y el fiscal Tarek William Saab. Ahora el régimen anuncia que promoverá reformas constitucionales, orientadas a consolidar un régimen totalitario de corte marxista, que anularía toda posibilidad de cambio democrático futuro.
Bajo la expectativa de la comunidad internacional, aunque cómplice en casos como los de Brasil, Colombia y México, se esperan definiciones de parte del nuevo gobierno de Estados Unidos, el cual ha adelantado su intención de prescindir o limitar los suministros petroleros venezolanos, y respaldar una transición política que respete la voluntad popular expresada en los comicios del pasado 28J. Es claro que el desenlace de la crisis está fundamentalmente en manos de los venezolanos. De allí que, ojalá y la huella del 23 de enero y su significación histórica, alienten en Venezuela, en todos sus estamentos, la prosecución de la lucha orientada a lograr el mayor de los anhelos del pueblo: el rescate de la libertad y la democracia, negados por la bota opresora del régimen gobernante. Todo ello sin olvidar que la propia Constitución chavista señala claros caminos para su rescate.
Pedro F. Carmona Estanga