La ciudadanía no es deporte de espectadores, por eso escribo. Estamos en la cancha sí o sí y la nuestra es este país que amamos con inconformidad porque lo sabemos capaz de ser mejor. A fines de 2024 escribí en este espacio, discúlpeseme recordarlo, que ese año en que tuvimos abierta la ventana constitucional para un cambio, terminaba con una sensación de calle ciega. Sabiendo lo que pasó, no sabíamos lo que pasaría, pero “Lo que sí sabemos es que del sábado 11 de enero en adelante el país y su vida seguirán exigiéndonos soluciones”. Y así ha sido.
El 10 de enero adquirió un carácter simbólico, así lo quisieron la oposición mayoritaria y el partido en el poder. Ciertamente marcó una frontera constitucional y no es ese un tema menor. Sin embargo, propongo que intentemos comprenderlo desde el punto de vista político. Para aquella, empezó siendo una prórroga ante la imposibilidad fáctica patentizada en julio y se convirtió en símbolo-promesa que para muchos fue esperanza y hoy puede ser frustración, otra más. En el gobierno también se le confirió rango el simbólico de su capacidad para imponerse y permanecer.
Aunque, como se sabe, no soy imparcial ni pretendo serlo. Me doy cuenta de la previsible guerra de trincheras propagandísticas que es una de sus caras, en la cual no participaré. No es que no me interese o no comprenda su trasfondo, es que son más interesantes el ahora y el mañana, lo que nos incumbe a los venezolanos en adelante, porque el país sigue con sus exigencias, cada vez más apremiantes y contrariamente a lo que en la lógica de nuestro conflicto político aleguen los actores, la cosa no se decidió allí y digámoslo en el argot beisbolero de estos días, la crisis nacional pica y se extiende.
El considerar “clavo pasado” la elección presidencial con las decisiones formales adoptadas por órganos del poder público, obliga a sus ocupantes a un espiral represivo que podrá aplacar la superficie pero siguen revolviendo las profundidades que prolongan y agravan la crisis. El sostener que la vida del país se detiene hasta que no se reconozca lo que todos sabemos y que consta en las actas que no han sido totalizadas tampoco es real y por lo mismo, tampoco contribuye a superar la crisis.
La verdad es que la cosa nacional no sigue “como si nada”, ni se ha detenido porque la política venezolana se haya atascado. La economía no va a crecer en la proporción necesaria después de que se empequeñeciera tanto, así que tampoco lo harán el empleo decente ni las remuneraciones. La inflación ya no es hiper, como hace un rato, pero en la región solo es superada por la Argentina y sigue entre las más altas del mundo. Causas y efectos de una desconfianza vinculada no sólo a políticas equivocadas por anémicas de realismo o a sanciones externas, sino a la precariedad en la legalidad. Desconfianza que aleja inversiones. Es que la debilidad o fortaleza institucional no se mide en el trato a ciudadanos indefensos, sino en la capacidad legítima de garantizar la vigencia de un marco de Derecho equilibrado y seguro para todos. Como el cuadro en salud y educación, en servicios básicos, la emigración, no se borran por cerrar los ojos.
La solución a estos problemas muy reales debe darla la política y la política no es guerra de posiciones, esa característica de la Primera Guerra Mundial o más acá la Irán-Irak en los ochentas. Guerra de desgaste sinónimo de estancamiento. Aunque nuestro cuadro sea tan desigual, es lo que vivimos. Cada lado atrincherado en posiciones que no se mueven.
La verdad, también, es que tarde o temprano, nuestra situación nacional no avanzará mientras no se tenga la valentía de dialogar y buscar de verdad, soluciones negociadas al juego trancado entre quienes solo esperan que el otro se rinda o pretendan su exterminio.
Eso hoy luce lejísimo, se diría que imposible. Pero si le quitamos un poco a la pasión y le ponemos más de razón y conocimiento ¿de qué otro modo podemos sinceramente imaginar que puedan abrirse posibilidades?
Un importante vocero oficial ha reconocido que debe haber diálogo, pero “entre demócratas”. Lo malo es que se trata de un requisito que para más de uno, él no reúne. Y es que, si le aplicáramos el baremo constitucional, lo que está ocurriendo difícilmente calificaría como democrático.
Ignoro quien moverá ficha primero. Hablo como simple ciudadano que entiende que si uno se empeña en dar cabezazos a una pared, será la cabeza la que sufra, no la pared.
Ramón Guillermo Aveledo