Introducción orientalista
Hace mucho tiempo me enteré que la enseñanza de la historia del arte en Japón, Corea o en China es muy diferente a como se hace en los países de Occidente europeo. En los países del extremo oriente era y es requisito fundamental que el docente sepa dibujar y pintar, exigencia básica que no se requiere, que yo sepa, en Europa o Norteamérica. Una diferencia radical que tiene como origen la escritura ideográfica oriental, que son como sabemos, dibujos de ideas y no de sonidos como en Occidente. Los orientales son de esta manera dibujantes consumadamente diestros desde que inician el jardín de infancia y quizás antes.
Desde que inicié mis estudios formales, desde primaria hasta posgrado, siempre mostré una atracción sólida en el arte de todos los tiempos y lugares. A cada rato me preguntaba sobre la capacidad de los enseñantes de arte para dibujar un rostro humano o un caballo. No era una futilidad de pregunta la que me bosqueje desde entonces. Eran los tiempos ya casi prehistóricos, del proyector de diapositivas y del video beam, tecnologías superadas hogaño por los teléfonos inteligentes o smartphones. Mis clases de Historia del Arte, de la mano de los doctores Juan Astorga Anta y Simón Noriega, en la ilustre Universidad de Los Andes fueron verdadera revelación y estímulo a principios de la década de 1970.
La experiencia que voy a relatar es anterior a 1989, año en que se produjo la entrada glamorosa y para siempre de la tecnología de internet, y tuvo por escenario la educación media en el muy prestigioso Liceo Egidio Montesinos de la ciudad de Carora, Venezuela, fundado en 1890. Venía yo, como dije, de la Universidad de Los Andes, su flamante Escuela de Historia, escenario académico donde tuve como inusuales y brillantes profesores de Historia del Arte en tres semestres a los doctores Juan Astorga Anta, republicano español del exilio y el cálido guayanés Simón Noriega. Como preparador de asignatura actuaba el malogrado falconiano Carlos González Baptista.
Armado de tan espléndida y brillante enseñanza universitaria me inicié con ánimo y esperanza juveniles en el arte de la enseñanza de Historia del Arte en secundaria venezolana en 1976: primero y segundo año de Educación Básica; cuarto año de Humanidades. Es la experiencia que voy a relatar, queridos y consecuentes lectores.
Vencer el aburrimiento
Tratando de vencer el aburrimiento, una emoción muy ambigua, fenómeno muy hispánico según la Dra. Josefa Ros Velasco, de la Universidad Complutense de Madrid, autora de La enfermedad del aburrimiento, Alianza Editorial, 2017, me atreví crear un nuevo método de enseñar tan desestimulante asignatura, que los jefes del Liceo observaban con cierta perplejidad y asombro: convertí el aula de clases en un verdadero taller de dibujo y de pintura con el liderazgo y el ejemplo del propio profesor, Luis Eduardo Cortés Riera, como dibujante y pintor, una inusual destreza que cultivé desde mi hogar gracias al estímulo de mi padre maestro normalista Expedito Cortés. .
Lo primero que logré fue levantar del “cepo académico”, el pupitre, a los muchachos, y convertir el aula de clases bajo temperaturas de 30 grados centígrados del semiárido y techo de acerolit en un lugar de actividad y de movimiento, cuando lo que exigen los pedagogos tradicionales es la acostumbrada inmovilidad a que los condena su majestad el pupitre. Un despegue que los condujo a la creatividad y alegría. Hacer algo distinto.
¡Vamos a dibujar!, era mi grito de batalla en aquellos salones R3 extremadamente calientes y desagradables a la visión construidos por la llamada Cuarta República venezolana. Agarré tiza y borrador y comencé, para pasmo y sorpresa de los chavales y algunos colegas docentes, a dibujar yo mismo en la pizarra tradicional, entusiasmando con mi ejemplo a la muchachada del aula. Adiós a los bostezos y a lo repetitivo, lejos de lo obligatorio y programático. Un fuego fáustico en el aula, el aburrimiento como motor.
Dibujos cuadriculados
No fue empresa fácil pues debía de entrada enseñar a los chicos la técnica del cuadriculado que viene del Renacimiento italiano del siglo XIV para hacer dibujos en superficies planas, el cuaderno o papel bond. La extraje de la obra de Lewis Mumford Técnica y civilización, Alianza Editorial, 1971, p. 69. Ellos tomaron sus libros de Historia del Arte de Cándido Millán, seleccionaban una obra de arte, Desnudo bajando la escalera de Marcel Duchamp, por ejemplo, y trazaban dos líneas en cruz a la manera cartesiana sobre ella. Luego trazaban semejantes líneas en el cuaderno de dibujo, para ir dibujando por secciones, cuatro en nuestro caso, la genial pintura de Duchamp. Esta técnica permitía a los muchachos lograr reproducciones bastante semejantes de las obras artísticas.
Pero de manera simultánea yo estaba haciendo semejante ejecución semejante en el pizarrón con borrador y tizas de colores en mano. Así, en pizarras de gran tamaño logré reproducir la muy compleja arquitectura de los palacios de Egipto antiguo o Los fusilamientos de la Moncloa de Goya o los cuadros de Van Vogh. Este proceso me daba una autoridad inusitada entre mis alumnos, que captaban la minuciosidad y detalles de mis trazos, técnica de filigrana que tomé del pintor alemán renacentista del siglo XVI Alberto Durero.
Luis Eduardo Cortes Riera