Cuando Cecil nació en septiembre de 1949 Carora aún quedaba lejos de las grandes ciudades venezolanas y cerca de Europa y las Antillas porque todavía se mantenía adosada vitalmente al Morere y mirando al mundo por las costas de Coro.
Herederos de hombres de paso corto y mirada lejana los caroreños nacidos en mitad del siglo XX soñaban con sueños cotidianos para hacer de la tierra seca un paisaje feraz sobre el cual ganarle la batalla a los espantos y los remolinos- Carora se construyó sobre sueños soñados con la fe y es que la fe fue vela y escardilla para mudarse del cují a los cultivos y de las cabras a las vacas.
La fe del caroreño nació del latín y la lectura de los clásicos de la literatura y filosofía que impartieron los monjes del monasterio San Francisco, en el cual destacó por brillante y justiciero Ildefonso Aguinagalde quien se le atribuye una maldición sobre varias generaciones caroreñas y por ello injustamente hemos olvidados sus grandes aportes como guía espiritual e intelectual de Carora.
Toda esta herencia moral recibió Cecil, donde el conocimiento está encriptado en secretos guardados detrás de las celosías de casas habitadas por gente y por fantasmas, sin que la mirada exterior logre distinguirlos, ni los oídos de la calle escuchar sus conversaciones de suplicantes letanías y versos lujuriosos.
Esa Carora rural de nostalgias acumuladas en las ventiscas y los trisagios fue el mundo donde familias seculares sentaron el dominio de una aristocracia sin escudos ni títulos nobiliarios, fidelísimo exponente de este afán de trascendencia espiritual es Cecil Humberto Álvarez Yépez, orgulloso de los Bracho mamoneros, del Alvares de las Palomitas y de los Yépez mantuanos de El Tocuyo.
Buscando así romper el cascarón de las rutinas litúrgicas se adentró por el oriente de conocimientos crípticos, sin olvidar ni dejar de practicar mandamientos religiosos como el ayunar la semana santa completa y hacer caridad de manera militante y secreta.
Estudió en Perú y allí fue líder de la colonia de estudiantes en Lima, logrando establecer vínculos con la Presidencia (militar) de la república y al mismo tiempo con movimientos indigenistas que abonaban aguas en el APRA. Se graduó de licenciado en Letras en la Universidad de los Andes, donde construyó una amistad excelsa con el doctor José Manuel Briceño Guerrero, quien lo distinguió como uno de sus alumnos predilectos. Décadas después, ya convertido en sabio venerable de la cultura caroreña se graduó de doctor en Filosofía en la Universidad Cecilio Acosta del estado Zulia. Filósofo era desde hace tiempo con especial y profundo conocimiento de Nietzsche y Kant, filósofos de vida y pensamiento absolutamente distintos pero que en Cecil logran un acople perfecto porque su vida es eso, una vivencia extrema en las habitaciones de su alma y una parsimonia solemne para asumir el tiempo como un designio cósmico que se disfruta como una sinfonía perfectamente ajustada al método y las concordancias crípticas.
Cuando Juan Martínez Herrera llega a Carora con su esposa Teresa Yepez, tía de Cecil, de las playas de El Coyón salió una melodía de cardones cortando el viento como si fueran inmensas teclas de un piano fabricado por seres vestidos de sol y del Cerrito de la Cruz bajó un rumor de voces afinadas que cantaron El Mesías de Haendel, nadie escuchó esa música, solamente Felipe Izcaray y Cecil Álvarez, cuando en silencio y en los bancos traseros acompañaban a Doña Josefina y a Doña María Cristina en la capilla San Dionisio, a cargo de las Siervas del Santísimo Sacramento.
Carora estaba tendida bajo el calor y las esperas bucólicas en una modorra de caimaneras de béisbol en los playones del contorno y de películas vaqueras en la tarde, Radio Carora con el rítmico 1121 era la referencia musical para la juventud y la vida era vista por una ventana a través de la cual se miraba lo importante como propiedad de las grandes ciudades.
Juan Martínez Herrera llegó como odontólogo pero pronto se hizo Melquiades cultural para descubrir los diamantes enterrados en la modorra circular de un pueblo cerca de Dios pero distante de sus talentos naturales.
Fue Cecil incondicional colaborador de su tío político y baluarte operativo de la gesta que se inicia a principios de la década de los años sesenta del siglo XX y que ahora se continúa de manera esplendorosa, atravesando tormentas de todo tipo, superadas precisamente el talento maravilloso de Cecil Álvarez para navegar como Ulises, triunfando sobre dragones, cíclopes y perversas sirenas. Hoy lo que se tiene como proeza cultural caroreña se debe en mucho al trabajo de resistencia inteligente de Cecil Álvarez, ahora escritor celebrado y muy leído.
Toca hablar entonces de la narrativa de este señor de la palabra que mantiene atados gracias al mundo virtual a paisanos residenciados en diferentes países del planeta y les hace vivir lo cotidiano caroreño como una aventura interminable con el orgullo de pertenecer a una dinastía de seres espiritualmente poderosos.
Las novelas de Cecil Álvarez tienen personajes reales que él les pone el agregado de su estro telúrico. La riqueza de su narrativa se fundamenta en que sobre la realidad agrega elementos que él hace aflorar a la vida desde sus esencias cósmicas y las convierte en entornos sensoriales.
El escritor Cecil Humberto Álvarez Yepez redacta sus novelas mediante un viaje astral donde él al mismo tiempo es autor y personaje, al estilo de Miguel de Unamuno en Niebla, donde autor y personaje debaten sobre el destino, pero en este caso Cecil no confronta a sus protagonistas sino que redirecciona sus ilusiones para que todas confluyen en Carora como espacio universal para la música y la literatura.
Larga vida a Cecil Álvarez y que su Carora, nuestra Carora, la Carora de todos, sea siempre la que él sueña y ennoblece con su talento.
Jorge Euclides Ramírez