Colocados ante el cuadro estadístico que nos ubica como el país más pobre del planeta nos invade la humillación, la impotencia y sobre todo el estupor de que esto nos esté pasando y que el resto del mundo lo contemple impasible, porque esta pobreza que mata más que cualquier epidemia es causada, no por causas naturales sino humanas, por un gobierno que afectó en sus cimientos la estructura socioeconómica de un país que fue uno de los más ricos de América.
Lo más grave del estado de ánimo que nos embarga al constatar que Venezuela es un desastre humanitario es ver que también es un desastre político que genera confusión en los organismos internacionales y también en países vecinos como Brasil y Colombia.
Producto de esta confusión también vemos una gran dispersión de los estratos ciudadanos organizados en sindicatos, gremios y demás agrupaciones civiles, una dispersión que sumada a la falta de objetivos claros se ha transformado en una apatía generalizada y un rechazo grande hacia todo lo que tenga que ver con soluciones y propuestas.
De esta forma el estupor que nace de mirar la realidad que nos contiene, antes que conducirnos a una acción organizada se ha transformado en causa de aislamiento o distanciamiento psicológico y pasamos, en nuestra mente, de ser víctimas a ser espectadores y es bajo esta condición que establecemos criterio para respaldar propuestas que permitan salir de la crisis.
Entonces en papel de espectadores exigimos algo muy sencillo, natural, lógico y elemental, que se cumpla la Ley. No olvidemos que la Ley es un producto civilizatorio que requiere de una plataforma republicana sólida y estable para tener vigencia y con todo y las falencias institucionales en nuestra Constitución se consagra esta plataforma y toca a nosotros como ciudadanos someterla al impacto de nuestra acción individual, grupal y colectiva.
A causa del estupor ante lo inaudito estamos paralizados, petrificados ante el clima de muerte y violencia que nos rodea y como respuesta debemos acudir a la piedad de la ley.
La ley contiene en sí misma la virtud del bien, más allá de su hermenéutica Kelseniana, la Ley es una flor de vida abonada por procesos históricos en los cuales la razón venció a la espada. Entonces hurguemos con inteligencia en sus raíces y busquemos allí las respuestas que con urgencia necesitamos.
La ley busca la armonía, entonces procedamos a ponernos de acuerdo todos los actores democráticos. La Ley ampara y promueve las acciones libertarias, entonces analicemos cuáles son nuestras reales opciones para hacer algo dentro del entorno descoyuntado en que nos encontramos.
Más allá de las formas, más allá de los textos, estamos retados a luchar por rescatar al país de sus actuales miserias. Si en nuestros corazones aceptamos los dictados de la solidaridad y el amor a Venezuela no erraremos en el camino a tomar. Ante la ley del más fuerte debemos imponer la ley del más bueno.
Jorge Rosell y Jorge Euclides Ramírez