La Ley es un producto altamente civilizado que lamentablemente no puede ser disfrutado por la mayoría de personas para quien fue creado. La Ley es un instrumento de justicia que muchas veces se convierte en una ficción que margina a los individuos que teóricamente debe redimir. Es posible que por estas razones los anarquistas propusieran un modelo social alterno, sin Estado ni instituciones que intermedian entre el hombre y sus propios sueños. Por su parte los comunistas siempre denunciaron la finalidad de las Leyes como un conjunto ideológico sobre el cual se sustentaba el régimen de privilegios capitalistas. Lo cierto es que de Hammurabi hasta nuestros días la humanidad ha tenido infinidad de leyes, algunas de ellas insólitas, con las cuales ha normado su vida social y determinado lo que es bueno y lo que es malo, lo que puede hacerse y lo que no.
Frente a las leyes algunos pudieran tomar una posición de «utilidad ineludible», al estilo de H G Wells en su novela… La Isla del Doctor Moreau, donde se la presenta como un conjunto de normas rígidas y autoritarias cuya misión es ponerle freno a los ímpetus animales que todos llevamos dentro. Pero también se puede tomar una posición diametralmente distinta y como buenos cristianos aceptar las leyes como un camino de superación o salvación individual y grupal, tal cual la gran familia judeo cristiana asume la Ley Mosaica.
Lo cierto es que cualquier reflexión sobre las Leyes, por superficial que sea, nos coloca en plan de análisis frente al proceso civilizatorio de la humanidad y de querer encontrar una verdad dentro de esta acumulación de sucesos e ideas obligatoriamente habría que acudir a la Filosofía de la Historia y la Teleología y como por esta vía tampoco se ubican verdades, mejor aceptar que las Leyes son como lo dijo Garofalo, temporales, culturales, territoriales, cambiantes y sobre todo humanas, imperfectamente humanas.
Diversas son las formas de asumir la función de los profesionales del derecho sobre quienes descansa el manejo operativo de las leyes. Es posible que los oficiantes de los laberintos de artículos y códigos hayan convertido la aplicación de justicia en un conocimiento críptico que convierte el ejercicio de la abogacía en algo Kafkiano donde se desplaza la lógica y el sentido común para dar paso a consideraciones accesorias que convierten la aplicación de justicia en un torneo de habilidades procedimentales con notable sacrificio de la sensibilidad humana y la inteligencia contenidas en el espíritu de las leyes, no obstante frente a estos escenarios judiciales, cotidianos y estrujantes, existes quienes ha hecho del derecho un camino de superación moral para la humanidad, al estilo de Gandhi y Martin Luther King, como el caso en Venezuela de los abogados defensores de los Derechos Humanos y de quienes integran el Bloque Constitucional, quienes se han convertido en un reducto legal de la modernidad frente al dominio del atavismo oclocrático.
Y es que cumplir las leyes es muchas veces complicado, sobre todo si hablamos de grupos humanos que viven en condiciones de cierto primitivismo social, sujetos a relaciones primarias y por ello excluidos de los privilegios de igualdad consagrados en los principios universales del Derecho Occidental.
Gran reto para los juristas venezolanos el ser vanguardia de la contienda que actualmente se libra en el país entre el fusil y la palabra. Encontrar la forma de explicar la verdad verdadera del derecho como instrumento de reivindicación social es una tarea ciclópea que requiere de una empatía histórica para ubicarse en los lugares donde el sufrimiento es parte del aire que se respira. A este respecto es mucho lo que vale el ejemplo de eminentes juristas venezolanos, entre los cuales en Lara destaca Jorge Rosell.
Dios con nosotros.
Jorge Euclides Ramírez