Con motivo del Día Internacional de la Paz, cuyo vigésimo quinto aniversario de ser declarado por la ONU se celebró el pasado 21 de septiembre, me invitaron las Mujeres de Un Nuevo Tiempo a conversar sobre la paz como Derecho Humano fundamental. Asistí, por supuesto y lo hice con mucho gusto. Se trata de un partido político que en el marco del pluralismo consagrado en nuestra Constitución tan vapuleada, defiende las banderas de la democracia social.
La ilustración de la invitación unetista es una imagen del gigantesco monumento a Nuestra Señora de la Paz, inaugurado por el Presidente Herrera en 1983, con mensaje de bendición de Juan Pablo II, segundo más alto del continente y dedicado a la paz, el más alto del planeta. A la idea de la paz se une, en la misma geografía trujillana, en Santa Ana, Municipio Pampán, el conmemorativo del abrazo de Bolívar y Morillo en 1820, en plena guerra a muerte. Si enemigos en guerra fueron capaces de reunirse y firmar el Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra, para humanizar aquel sangriento conflicto ¿Cómo podemos nosotros, cualquiera que sea nuestro lado en el enconado debate nacional presente, descalificar a quien defienda la posibilidad de dialogar y negociar entre venezolanos? Del lado patriota, el negociador principal escogido por el Libertador fue, nada menos que Antonio José de Sucre, a quien nadie con dos dedos de frente podría tachar de cobarde, vendido o “infiltrado” de los españoles.
¿Qué significa la paz? Porque no es solamente la ausencia de violencia. La paz es un resultado de los actos de las personas, nunca una condición que brota silvestre como el agua o los pájaros del monte. Es una obra, un logro, pero también el fundamento de otros logros que tienen en la paz el ecosistema amigable que los posibilita y les permite desarrollarse, como la libertad, la seguridad, la prosperidad. Sin paz, ninguna de ellas nos será accesible.
Pablo VI, el pontífice cuyas encíclicas animaron nuestras inquietudes juveniles de inconformidad y cambio social, escribió en 1967, cuando quien escribe era estudiante de 5° de Humanidades en el Lisandro Alvarado barquisimetano, Populorum Progressio. De sus páginas, una definición completa y comprometedora: “El desarrollo es el nuevo nombre de la paz”.
La paz no puede ser una palabra vacía, un bonito deseo flotando en el aire. Es algo muy concreto, insisto, un resultado. Hay paz donde hay desarrollo. Y ¿qué es el desarrollo? Pues acudamos a Louis Joseph Lebret, el economista y dominico francés que inspiró la encíclica y otros documentos importantísimos y que con Francois Perroux defendió la relación del hombre con el medio geográfico. Para Lebret, el desarrollo es el paso de un nivel menos humano de vida a uno más humano. La persona es la medida del desarrollo. ¿Es crecimiento económico? Claro, porque hace mucha falta, pero es mucho más que eso. Es seguridad social y salud, educación y cultura, convivencia digna y por lo mismo libre. La ONU habla hoy de índices de desarrollo humano.
En 1972 el mismo Pablo VI, al consagrar el 1 de enero como Día de la paz para la Iglesia Católica, nos dijo “Si quieres la paz, trabaja por la justicia”.
La paz no es el silencio impuesto, la obligación a calársela sin chistar. En el monumento a la entrada de La Vega que llamamos “La India” y es del Centenario de la Independencia, se lee el lema Unión, Paz y Trabajo del gomecismo, hasta entonces la dictadura más larga padecida por los venezolanos. Esa “paz” obligada no es paz, porque no existe paz injusta. La justicia es una precondición que sirve de base a la verdadera paz. Por eso el mandato “Si quieres la paz, trabaja por la justicia”. Un pueblo aplastado nada tiene que ver con un pueblo pacificado.
La paz, fundamento del progreso, es el resultado del trabajo de hombres y mujeres libres por la justicia y el desarrollo.
Ramón Guillermo Aveledo