La mentira es complicada. La verdad es simple. Por leve que parezca una mentira, siempre trae cola: otra mentira. A veces la mentira se vuelve cadena. Si digo que tengo cinco años menos que mi verdadera edad, debo cambiar muchas cosas: quienes fueron mis compañeros de estudios, en qué año me gradué y cuándo pude votar en unas elecciones presidenciales. Tengo muchos puntos débiles por donde puedo ser descubierta y quedar en ridículo. Otro caso es el del niño que llega tarde a su casa, dice que estuvo haciendo la tarea en casa de un con compañero y no es cierto. Mentira fácilmente comprobable con una llamada de maná: el compañero de tarea, no estaba esa tarde en su casa porque la pasó donde sus abuelos. Se ve fácil mentir, lo difícil es salirse de la retahíla de mentiras que trae la primera consigo.
Mi amor a la verdad no sé si es genético, por formación o instintivo. O si es que el nombre que te imponen en la pila bautismal imprime carácter. En griego mi nombre -Alétheia- significa amor a la verdad. Lo cierto es que desde muy joven he rechazado la mentira. Reconozco que siento al hipócrita de lejos, hasta en fotografía, me produce un escozor en la piel. No debería ser, porque mi verdadera vocación fue la de actriz y los sabios de Grecia, cuando apareció el teatro en los festivales anuales, denominaron con desprecio al actor hypocrite, porque representaba lo que no era. Cosas del destino, lo que pareció al principio una vulgar hipocresía, se convirtió luego en un arte máximo de la cultura griega, con grandes e inmortales dramaturgos como Esquilo, Sófocles y Eurípides.
Recuerdo todavía con dolor y vergüenza una mentira mía. Era adulta, pero joven estudiante. Iba a una corrida de toros con Cecilia, una hermana dos años menor que yo. Eran tiempos difíciles por problemas políticos y papá me dijo: Vayan, pero al terminar la corrida no esperen el autobús, tomen un taxi y se vienen inmediatamente. Cuando salimos del Nuevo Circo, el autobús, vía El Paraíso, donde vivíamos, estaba allí. La tentación venció a la obediencia y nos montamos en este. Al llegar a casa subí al piso de arriba donde estaba mi habitación y también el escritorio de papá, pasé frente a éste y él me preguntó: ¿Cogieron el taxi? Le contesté: Sí. Entré a mi cuarto y comencé a llorar. A los pocos minutos estaba frente a mi padre, llorosa, diciéndole la verdad.
El cuento es tonto, muy tonto, pero expresa como debe ser una relación entre padre e hija, donde la más pequeña mentira no debe oscurecer la luz de la verdad ni hacer dudar la confianza. Mi padre era mucho mayor que yo, me engendró cuando tenía 51 años, debió ser mi abuelo. Quizás por eso yo lo quise mucho, con admiración y respeto. Lo gocé los primeros 27 años de mi vida. Perdonen mis lectores -si los hay- este recuerdo sentimental, que ni siquiera sé si viene al caso o no.
En nuestro mundo actual, torcido y equivocado, vivimos de grandes mentiras. Mienten los medios de comunicación, la publicidad comercial, como la artística y cultural, los políticos…, ¡ay, los políticos! Un ejemplo lapidario: nuestro propio país.
Proclamado por organismos espurios, funge como presidente electo el que el pueblo, con el 70% de los votos, defenestró abrumadoramente en las elecciones del 28 de julio de 2024. Hace más de dos meses y el país sigue viviendo una colosal mentira. Situación insostenible. No se puede vivir más sobre la gran falla moral de ocultar la verdad. Moral y luces, decía nuestro Libertador que eran las bases de una república, podemos decir moral y verdad, porque la verdad es la luz de la razón que ilumina a los pueblos. Ya Cristo lo dijo: la verdad os hará libres.
Sólo en la verdad hay libertad. Porque la verdad alumbra los caminos, los planes, los procedimientos, los tratados y negociaciones. Cuando falta ésta, vienen las cadenas de mentiras, la duda, la desconfianza y las partes que discuten un asunto importante para el bien y progreso del país o la comunidad, no saben qué terreno pisan, como si anduvieran sobre arenas movedizas o campos minados. ¿Es lógico vivir y actuar en plena desconfianza?
Como en la mayoría de mis artículos, paso de la totalidad a la unidad. No es fácil cambiar un todo, pero sí las partes. Empezar por lo pequeño, por el tú y yo, si acaso el él o ella, que es lo que está a nuestro alcance. Nosotros todavía nos queda demasiado grande. El trabajo por vivir la verdad hay que hacerlo en cada uno, en singular. No caigamos en el error gramatical, tan corriente, incluso en buenos escritores y oradores, de decir: Cada uno de nosotros tendríamos que ir… No, el sujeto no es el plural “nosotros” sino el singular “cada uno” de nosotros. Y es ahí, en esa unidad, donde podemos cambiar una manera de actuar o de vivir, porque soy yo mismo. O también en el tú, o él o ella, porque están en mi medio y puedo influenciarlos y enseñarlos. Los grandes ríos nutren su caudal con ríos menores y pequeños arroyos. Digamos que cada uno de nosotros es como una mínima fuente de agua clara.
¡Ah si pudieran todos los afluentes sanar las turbias aguas del caudaloso río! ¿Pero por qué no intentarlo, después de un examen de conciencia exhaustivo? ¿Vivo mi verdad, tú la tuya? ¿Cumplo con mis deberes de ciudadano? ¿Respeto tanto los lugares privados como los públicos? ¿Dejo inmaculado el sitio que viene a ocupar otro ciudadano? ¿Hago mi trabajo bien hecho, consciente de la misión que tengo o me conformo con chapuzas para salir del paso? ¿Aprecio a mis compañeros de trabajo y los ayudo cuando lo necesitan? ¿Sorteo con paciencia y caridad la intemperancia de caracteres ajenos? ¿Discuto o peleo? ¿Defiendo mis principios sin herir al contrincante? ¿Soy un sembrador de paz y armonía?
Simplemente: ¿me comporto como hijo de Dios o del diablo…, como los personeros del ilegítimo régimen actual? Sólo los hijos de Dios alcanzamos y vivimos la libertad.
Alicia Álamo Bartolomé