Cuando Fidel Castro aterrizó en el aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía, llegó con la idea fija de seducir al presidente recién electo, Rómulo Betancourt, para que le garantizara un suministro diario de 300 mil barriles de petróleo. La verdad de lo ocurrido, en aquella conversación entre ambos jefes de gobiernos, que era seguida por un enjambre de periodistas, es de todos conocida. El astuto líder venezolano tenía una medida de lo que representaba en aquella circunstancia su celebrado visitante y por eso fue tajante al responder a su petitorio: “Si, como no, pero cada barril de crudo que despachemos debe ser pagado al contado”. El epilogo de aquella conversación fue frustrante para Fidel Castro que vio cómo se desvanecían los planes que traía entre manos, desde aquella mañana en que abordó la nave que despegó del aeropuerto militar habanero de Columbia. El pretexto de ese viaje era asistir como invitado de honor a los festejos del primer año de haberse consumado el movimiento cívico-militar que derrocó a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958.
Esa respuesta categórica de Betancourt desajustó al carismático líder cubano que venía de encabezar una exitosa revolución armada, con un desenlace triunfal al descender de la Sierra Maestra, apenas 15 días antes de emprender su primer periplo internacional con esa condición de mandatario. Su estancia en Caracas despertó los más variados sentimientos de euforia, a los que no escaparon los más antagónicos líderes patrios que le ofrecieron recepciones, aclamaciones y discursos en el cabildo capitalino, en la sede del Congreso Nacional y en la concentración pública realizada en El Silencio, parangonando con Simón Bolívar y José Martí. Así ha quedado registrado en documentales gráficos y fílmicos que dan cuenta del revuelo que desató la visita de aquel mítico barbudo uniformado y armado desde que descendió del avión Super Constellation.
No era la primera vez que Fidel Castro contemplaba personalmente el ambiente bucólico de aquella carretera vieja de La Guaira que conectaba al litoral varguense con “la sucursal del cielo”, como distinguimos los venezolanos a nuestra atractiva ciudad capital. La historia registra que el día martes 23 de marzo de 1948, Fidel Castro tenía su maleta preparada para vivir su primera experiencia como viajero fuera de su natal Cuba. El destino, casualmente, sería Venezuela. Su intención era contactar al expresidente de la Junta de Gobierno que jefaturó Rómulo Betancourt. Traía en su bolsillo una carta firmada por el legendario líder dominicano Juan Bosch, con la confianza de que tal epístola sirviera de llave maestra para abrir las puertas de la confianza del fundador de la democracia venezolana. Pero Betancourt se excusó de no poder atenderlo “porque se encontraba recorriendo el interior del país”; en esos 5 días que Fidel Castro permaneció en Caracas, se limitó a visitar las instalaciones de la Universidad Central de Venezuela (UCV), caminar por el casco histórico de la ciudad, acudir al Panteón Nacional y ofrecer una que otra declaración a los medios de comunicación que visitó.
Rómulo Betancourt desde que superó las etapas de líder garibaldino, en esos años mozos en los que no estuvo exento del sarampión comunistoide, incluso rozando con el trotskismo, comenzó a ver con claridad y precisión cuál era su verdadero derrotero programático e ideológico. De allí aquella sentencia con la que se desmarcaba de los influenciadores que pretendían expandir sus andanzas revolucionarias, exclamando que “los venezolanos podemos importar creolina, pero no doctrinas”. Para seguidamente agregar que “los venezolanos cuando necesitamos de libertadores los parimos, no los importamos”.
A falta de petróleo buenas son las guerrillas
Fidel y Raúl Castro prendieron las alarmas, sin petróleo no hay energía y el comienzo de sus sueños libertarios pudieran trastocar en pesadillas, sino contaban con ese anhelado suministro petrolero que venían de pedirle a Rómulo Betancourt, quien nunca se negó a ser un proveedor seguro, pero, eso sí, siempre que pagaran por los barriles que recibieran. Esa firme posición de Rómulo Betancourt fue un desafío para los hermanos Castro, que desde entonces colocaron en su mira expansionista el territorio venezolano, siempre codiciando sus inmensas riquezas naturales, especialmente su desbordante mana petróleo. Apelaron a los jefes del buró político de la Unión Soviética, esa diligencia activo las gestiones de Nikita Jrushchov para que tratara de ablandar “la intransigencia” del presidente venezolano, pero Betancourt se mantuvo intraficable y reitero ante el mandatario ruso que “la situación económica de Venezuela era crítica y su obligación era administrar sus riquezas y recursos con absoluta probidad y responsabilidad”. Rómulo Betancourt también le ratificó al emisario soviético que “había disposición a venderle crudo a Cuba, lo que necesitaran, pero a cambio de un pronto pago”.
Desde entonces Fidel y Raúl Castro se dedicaron a poner en marcha el plan mediante el cual pudieran ponerle la mano a las cuantiosas riquezas venezolanas. La estrategia se basaba, originalmente, en captar a los líderes emergentes de las organizaciones políticas que se desarrollaban en el umbral de la naciente democracia. A esas operaciones de embaucar a dirigentes no escapó el partido Acción Democrática, la organización edificada por Rómulo Betancourt, y que servía de plataforma de sostén político para su naciente gestión gubernamental.
Fue de esa manera como comenzó a tejerse una red para entrelazar a líderes estudiantiles y dirigentes jóvenes, pero ya con credenciales que los distinguían como baluartes de la partidocracia venezolana. Los hermanos Castro se valieron de todas las argucias habidas y por haber para encandilar a esa muchachada que fue llevada al matadero de las guerrillas que se fueron instalando en diferentes zonas del país, desde donde retaban a las Fuerzas Armadas. Esos grupos etiquetados de “revolucionarios” fueron entrenados para cometer atracos a bancos, ejecutar secuestros, asesinar a policías, en medio de una creciente ola de actos violentos que se justificaban, enarbolando banderas y voceando consignas de corte revolucionario. Fueron años muy cruentos y sangrientos en la vida política venezolana. Un episodio de alto relieve lo representó la pretendida invasión de Machurucuto organizada por los hermanos Castro desde La Habana.
La invasión de Machurucuto
Decenas de hombres pertrechos de fusiles AK47 de factura norcoreana, habían zarpado el día 2 de mayo de 1967 desde Santiago de Cuba con destino a las costas venezolanas. El mismísimo Fidel y Raúl Castro habían dirigido y supervisado todas las acciones, cuidando todos los detalles, tal como me lo relató en Caracas, mi buen amigo y colega diputado Héctor Pérez Marcano. El final de esas aventuras invasionistas fue glorioso para nuestras también gloriosas Fuerzas Armadas comprometidas con la institucionalidad democrática. Esas andanzas fueron vencidas y aplastadas en la batalla desarrollada entre los días 8 y 11 de mayo, y desde entonces el gobierno encabezado por el Dr. Raúl Leoni denunció tal incursión en la Organización de Estados Americanos, los hermanos Castro negaron su responsabilidad, pero años después, con el cinismo que los caracteriza, condecoraron como héroes a los sobrevivientes cubanos Raúl Menéndez Tomassevich y Ulises Rosales del Toro.
Fidel Castro no perdía su ensueño de apropiarse algún día de las riquezas venezolanas. Después de las rupturas de relaciones entre ambos países, en 1974 le hace creer al presidente Carlos Andrés Pérez que estaría ganado a dar un giro a su dictadura comunista, abriendo un compás que lo encausaría hacia derroteros de naturaleza democrática. Nunca honró aquellas tibias señales que más bien sirvieron para estafar la buena fe del presidente venezolano, tal como nos lo dijera una noche de 1995, en que me invitó a acudir a su residencia La Ahumada, en la que cumplía casa por cárcel, “para que conociera a un personaje”, que resultó ser el escritor García Márquez, a quien le espeto el reclamo según el cual “me dejaste solo en el intento de empujar a Fidel por la ruta democrática”.
La aparición de la gallina de los huevos de oro
El 13 de diciembre de 1994 aparece en La Habana Hugo Chávez Frías. El olfato de los hermanos Castro los induce a poner al lenguaraz visitante, desde su arribo a la capital de la isla, un cepo a quien no descartaban convertir en su nuevo trompo servidor en sus planes conquistadores. Fidel puso en acción sus habilidades fascinadoras, aquellas que no deslumbraron al firme y sagaz Rómulo Betancourt, pero que sí harían efecto en un ególatra militar con desempeños fallidos en sus intentos sediciosos. Bastó con que Fidel lo recibiera al pie de la escalerilla del avión en el que aterrizó en La Habana. Lo que vino después es historia conocida. Chávez escala a la cima del poder valiéndose de las virtudes de la democracia que pretendió destruir a cañonazos y los hermanos Castro montaron su fiesta en los conciliábulos de sus foros de Sao Paulo y de Puebla. Venezuela ha perdido su independencia bien ganada en los campos de batalla para ser reducida a una colonia controlada por los hermanos Castro.
Maduro el elegido de Raúl Castro
El capítulo postrero de esta historia de control foráneo lo representa Nicolás Maduro, el sucesor de Hugo Chávez a quien la supuesta milagrosa medicina cubana no salvó de la muerte. Chávez murió en La Habana y en esa escena mortuoria se fue tallando la figura del tutelado desde entonces. Ese no es otro que Maduro, el seleccionado por Raúl Castro para asegurarse del control absoluto y de esa manera profundizar la presencia castrista en territorio nacional, manejando, prácticamente, todos los asuntos nacionales, incluida la supervisión de las guarniciones militares.
Esa es la responsabilidad que tenemos ahora los venezolanos leales a la patria, hoy herida por semejantes traidores. Recuperar la soberanía hoy menguada por semejante invasión consentida. Lo lograremos una vez que Edmundo González Urrutia asumo la presidencia de la República para la que fue electo.
Antonio Ledezma
@Alcaldeledezma