El Espíritu de Dios es libre y “sopla donde quiere” (Jn 3, 8). A veces se comunica fuera de los canales oficiales y lejos de donde está la autoridad. Sucedió en el Antiguo Testamento en tiempos de Moisés (Nm 11, 25-29) y sucedió también en tiempo de Jesús (Mc 9, 38-43.45.47-48).
Estos instrumentos más lejanos son genuinos, siempre que sean realmente elegidos de Dios y siempre que respondan adecuadamente a esta elección. Y, desde luego, sometiéndose a la autoridad. Así sucedió en estos dos casos
Hay que tener mucho cuidado en no confundir lo que realmente viene del Espíritu de Dios y lo que viene de Satanás. El mal es astuto, y sabemos por la Biblia y por la experiencia, que se disfraza de “ángel de luz” (2 Cor 11, 14). Esta vigilancia es aún más necesaria en nuestros días, cuando aparecen por todos lados milagros y supuestos mensajes de Dios y de la Virgen. Un vidente de alguna genuina aparición mariana o alguna manifestación de Dios para una persona, para un grupo, o tal vez para el mundo, es muy diferente a mensajes de adivinos, astrólogos, brujos o espiritistas, que suelen dar a conocer el futuro o resolver problemas a través de técnicas ocultistas y demoníacas.
Algunos pueden presentarse de manera más encubierta. Pero… “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16). La persona que recibe los mensajes ¿da frutos buenos de santidad en sí misma? ¿se ven frutos de santidad en quienes la siguen? ¿O éstos, en vez de seguir a Dios, van fascinados tras el personaje por ser éste atractivo o complaciente?
Jesucristo nos previno contra los engañadores, “los falsos profetas que harán cosas maravillosas, capaces en engañar. ¡Miren que se los he advertido de antemano!” (Mt 24, 24-25).
Según el Catecismo la función de las revelaciones privadas es ayudarnos, en algún momento de la historia, a vivir más plenamente lo que nos ha revelado Jesucristo. (ver CIC #67)
Debemos cuidarnos de no seguir profetas falsos. Pero, tampoco deberíamos rechazar o ahogar aquéllas que genuinamente vienen de Dios, como bien nos indica San Pablo (1 Tes 5, 12.19.21) y también lo ratificó la Iglesia en el Concilio Vaticano II (A.A. #3).
Isabel Vidal de Tenreiro
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